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lunes, 26 de marzo de 2012

El niño de la bicicleta (Dardenne, 2011)

Nuestros ojos se han tornado inútiles, el sistema de visión humana resulta deficiente. Necesitamos nuevos orificios por los que irradie claridad suficiente para observar, reparar en los detalles, distinguir trazos, establecer analogías y contrastes: conocer.

Ahí está el cine para brindarnos esa nueva capa de limpieza por la que pueda transmitirse lo real mediante el respeto, desde una interpretación que parta de una documentación rigurosa, de manera fiel y con criterio. No basta saber que esto y aquello existe, hay que verlo. Hay que presenciarlo, asimilarlo, sentirlo. Entonces no sólo sabremos que esa realidad existe, sino que sabremos cómo, sentiremos su textura. Sabremos que es agria.

Una realidad absolutamente habitual en nuestros días: el divorcio. Sabemos que existe, que se da, que está aceptado socialmente y que, aún con diferentes grados, resulta doloroso, especialmente para los hijos. Pues bien, en general sabemos, pero sólo sabemos, quienes conocen realmente son las personas que lo han vivido, que han sido protagonistas de tal hecho. Los que no, sabemos su existencia pero nos es algo extraño, de un interior desconocido. Ahí está el cine para suplir esta carencia, para investigar, reproducir, identificar y emocionar: Nader y Simin, una separación (Asghar Farhadi, 2011), puede tomarse como un evidente ejemplo de esta feroz y prolífica línea realista, que no necesariamente busca trasmitir aspectos negativos pero cuyo compromiso social le lleva irremediablemente a la denuncia. Línea no carente de variedad y riqueza, véase en este sentido Las horas del día (2003) o La soledad (2007), ambas dirigidas por Jaime Rosales y cuyo realismo quizás no esté tanto en lo que cuenta como en la forma radical mediante la que lo cuenta, que más que narrar hace sentir y transmitir sensaciones a las que a menudo no acertamos a poner nombre, y que exige de nosotros una participación activa, una involucración total en la adaptación a un lenguaje de austeridad, reducción e impasible evidencia. Asghar Farhadi, por su parte, maneja como un mago los mecanismos de la intensidad hasta tal punto de atraparte y lograr introducirte en la piel de una adolescente a la que se le presenta -mediatizada por otras complicaciones de igual corte cotidiano- una injusta disyuntiva: elegir entre su padre y su madre. La intensidad con que se trasnmite la impotencia es máxima, prueba de ello es que no asistimos a la resolución de tal conflicto, por lo que se traduce que el mensaje final es la imposibilidad, la incapacidad resolutiva para una mente que no puede comprender, obligada a razonar fríamente en un estado de indignación.

Ineludiblemente destacables en esta férrea tendencia a recrear parcelas de la realidad a menudo marginadas son los hermanos Dardenne. En particular tratan de reflejar los conflictos que caracterizan la vida de niños y de jóvenes en contexto de exclusión social, en más de una ocasión mediante el problema del maltrato o abandono por parte de los padres, tema que puede adoptar infinitas formas como el alcoholismo depresivo (Rosetta, 1999) o la explotación laboral (La promesa, 1996) o la inmadurez delictiva (El niño, 2005). Formalmente se ajustan a una estética documental que permite el libre posicionamiento del espectador, huyendo de incitaciones hacia un determinado absoluto o saturación concreta de un sentido.

El niño de la bicicleta confirma la coherencia de esta trayectoria y la solidez de la autenticidad del cine de los Dardenne, perfectamente identificables en su estilo. No es exagerado afirmar que son, probablemente, dos de los cineastas actuales cuya huella propia se manifiesta más pronunciada. De nuevo en ella el abandono, vientre que engendra el tema de la adopción y cuyo tratamiento como conflicto dramático es a su vez motivado por un conflicto menor, de manera metonímica: la búsqueda de una bicicleta, que es la búsqueda de un padre.

Significativa resulta la subyacente contraposición que se establece entra la realidad y la ficción, que mantiene a Cyril aferrado a una causa: ser sujeto activo de su realidad, manejar las riendas de su vida. Dejar de sentirse una marioneta, dependiente de la voluntad -la dejadez- de su padre, que lo lleva a un centro de acogida, y luego de las normas de este lugar, donde se le reduce aún más la independencia en tanto aumenta el control y su destino se plantea como un ir de aquí para allá sin certidumbre. Este empeño se observa cuando responde a una pregunta de Samantha -quien le acoge los fines de semana- relativa a las aspiraciones del chico, en el coche: Yo no sueño. Pero sobre todo cuando se niega a ir al cine con el hijo de una vecina de Samantha, un chico de su misma edad al que sí le entusiasma la idea de ir al cine e intenta animar a Cyril argumentando que incluso será en 3D... A diferencia de Cyril, el joven vecino no tiene la necesidad de dar un giro a su realidad práctica, de actuar decididamente en su vida para cambiar un estado de cosas que no le satisface, y puede relajarse en un mundo de fantasías y sueños, recrearse en el ocio de otra realidad, disfrutar del paisaje que les ofrece el cine, el cual no exige de nosotros ser partícipes de primer orden, protagonistas actuantes.

Increíble papel, por otra parte, el representado por Samantha, que refleja maravillosamente el esfuerzo y la paciencia a la que se enfrentan algunos padres y madres de acogida, asumiendo una tarea nunca fácil: la aceptación y simpatía de un ser en proceso de crecimiento, condicionado probablemente por un precario estado afectivo y una lógica desconfianza.

Un detalle final a resaltar: la confianza en sí mismos que se intuye en esta última obra de Jean-Pierre y Luc Dardenne, palpable en la ausencia de primeros planos y en la medida mínimamente justa de presencia musical, prescindiendo de un abusivo recurso de elementos narrativos dirigido a una vía de expresión pretenciosa, reiterativa e insistente: dudosa de su capacidad.


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