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viernes, 22 de junio de 2012

Psicoanálisis y cine (I)

Breve artículo en el que trato de ilustrar la investigación freudiana a través de personajes fílmicos:



Espero que lo disfruten.

Twixt (Francis Ford Coppola, 2011)


Twixt es un relato audiovisual que juega con las apariencias, continua y descaradamente. Son su principal arma para transmitir una idea no manifiesta, a la que se nos incita por inducción: la película propone al espectador trascender lo presencial para elevar el sentido a lo que está fuera, a una parcela de nuestra sociedad; la industria editorial, sus lógicas.

La materia

El primer nivel de lo aparente está conformado por una historia de terror fragmentada, presente en los sueños de su escritor, y por lo tanto intermitente. Debido a apuros económicos, Hall Baltimore es presionado por su mujer para escribir, cuanto antes, una novela de terror que cumpla con las expectativas comerciales de la editorial con la que está vinculado, digna de convertirse en un best seller. Para ello lo amenaza con vender un ejemplar antiquísimo de la obra Leaves of Grass de Walt Whitman, que Baltimore conserva como oro en paño. A partir de ahí, la mente angustiada del escritor, en la búsqueda desesperada de una historia atractiva que contenga todo lo imprescindible para que el editor preconice en ella un éxito de ventas, nos abrirá la puerta a través de la ensoñación a una macabra historia de asesinatos y vampiros.

Dentro de esta segunda diégesis Baltimore acude en busca de ayuda, nada más y nada menos, que al gran Edgar Allan Poe -obsérvese, ya he nombrado a dos de los grandes; más tarde emergerá Baudelaire-, quien le asesorará y guiará en su camino creativo, dándole pistas que harán avanzar el relato, construyéndose así ante nuestros ojos: el tema más poético del mundo, le confiesa, la muerte de una niña bella. En lo referente a la sensación por la cual el relato se va construyendo a la par que su visionado, Twixt entabla conexión con Adaptation (Spike Jonze, 2002), ambas hacen presente y progresivo lo que se ha constituido y cerrado antes, si bien la última se centra directamente en la creación del guión.

El tallaje

Ahí lo palpable. Sin embargo, es posible intuir, desde la utilización del libro de Whitman -objeto al que Baltimore profesa culto amoroso- como instrumento de amenaza, una metáfora de la subordinación de la libertad creativa dentro del sistema capitalista, en el que toda autenticidad queda paralizada. Un círculo vicioso que, debido a la necesidad de sobrevivir en un sistema del que se forma parte, obliga a los autores a colaborar con él y rendirse a sus pautas, para poder mantener en un segundo plano -tener tiempo y solvencia para- una pequeña parcela de pureza, de expresión abierta del gusto y fluido desarrollo de la personalidad, de libertad y experimentación sin trabas; esos ratitos en que podríamos imaginar al protagonista dedicado a la lectura de la obra de los autores admirados y a la escritura de aquello que le dicta tan sólo su persona y mediante la forma que le es propia. Buscar un éxito de ventas para salvar la buena -su- literatura, concretada metonímicamente en el apreciado ejemplar de Whitman que ha de ser rescatado de las zarpas utilitaristas de su mujer, es la meta de la acción del protagonista desde este paralelo punto de vista simbólico: la muerte o la belleza. Además de ello puede interpretarse la intención de transmitir que, aún para crear obras comerciales y estando en posesión de su fórmula segura y clave, se necesita una previa formación y conocimiento de los grandes autores de la cultura universal; el contacto con Poe, como ejemplo. No puede ser de otro modo, a no ser que se trate de un genio, algo que se da muy excepcionalmente.

El segundo de los sentidos metafóricos podría estar vinculado a la labor de la escritura misma, un oficio o práctica en la que inevitablemente realidad y ficción se mezclan, a través del subconsciente del escritor, que a menudo actúa por independiente, como efusión incontrolable: Baltimore ha sufrido realmente el fallecimiento de una niña bella, el de su hija adolescente; vierte su realidad en el sueño, orienta su imaginación, nunca limpia. Se muestra así un rasgo universal de la literatura, el que se cuele la experiencia propia del autor en la obra; se desee o no lo personal influye en la ficción narrada, en tanto predispone a ella y determina sus vaivenes; a menudo, al hablar de otros, hablamos de nosotros mismos, de la misma manera en que Freud aseguraba que, en los sueños, todo personaje que aparezca, conocido o no, no es más que el portador de una parte o faceta de nosotros mismos, que toma rostro extraño para ejemplificar más ágilmente el significado. Esta faceta contenida en la película encuentra un equivalente infantil en Léolo (Jean-Claude Lauzon, 1992), peculiar obra en la que la mente del protagonista nos traslada continuamente al sueño, un ámbito al que alimentan las insatisfacciones de su mundo real; un mundo el real cuya incomodidad le predispone al sueño, recreando incluso a sus familiares, transformados según sus deseos y necesidades.

Formalmente estas dos diégesis, la práctica y la contenida en el sueño, están radicalmente diferenciadas en tanto la historia de terror soñada por Baltimore es filtrada por una pérdida de saturación del color que la torna muy cercana al blanco y negro, metálicos. Tan sólo percibimos breves tintes de color que navegan sin salir de la esfera de lo rojizo: en los mofletes de la joven vampira, en las cortinas del siniestro hotel, en el vino -irónico el acto de verterlo sobre el nombre de Poe, quien después lo bebe, tragando la mediocridad del sistema o prediciendo su instauración en la cultura-, el fuego de la chimenea, la alfombra, la luz anaranjada del farol y el amarillo de los limones. Una minimalista dosificación del color que ya utilizara Coppola en La ley de la calle (1983) para traducir el daltonismo del protagonista, dotando tan sólo de color a los peces y fugazmente a un personaje, ambos cautivos, unos en la pecera y otro en un arresto.

Junto al color otro factor de distinción de una parcela y otra es la estética virtual, que apunta a la irrealidad del sueño. Se percibe un tratamiento digital de la imagen cuya textura se asemeja a la del videojuego, sobre todo al percibir una sutil ralentización en el movimiento de los personajes, tiñéndolos de una dosis de artificialidad, al tornarlos rígidos. 

Jugar con la apariencia lleva implícita la manifestación de la sorpresa, y ésta se manifiesta en dos ocasiones: en la etapa final de la película, cuando en la supuesta realidad práctica de Baltimore asistimos a una serie de asesinatos y a la manifestación efectiva de la especie vampírica -el cadáver que parecía sostener la camilla-, habiéndose mantenido previamente un tono burlesco que parecía señalar que las intenciones terroríficas no iban en serio: la caracterización torpe y ridícula de algunos personajes, concretamente la del alguacil, cuyo ocio dedica a la fabricación de casas para murciélagos; la forma infantil que adquieren las peleas del matrimonio; algunos planos que parecen estar aleatoriamente compuestos, como aquél en el que Baltimore y el alguacil se encuentran por vez primera, en la tienda: uno frente al otro en plano medio, de perfil, con un exceso de aire en la parte superior del encuadre cuando el alguacil se agacha y apoya sobre la mesa; y, aunque en el sueño, otros detalles contribuyen a recrear una estética bromista, como los brakes de la vampira, que elevan la duda sobre si realmente tendrá colmillos, la tremendista cita que ella misma destaca como favorita de la obra Baltimore: "no me dejes, o seré tentada hacia la tumba"; o como la mujer del hotel abandonado, que se anima a tocar alegremente la guitarra inmediatamente después de haber confesado que bajo el suelo hay doce niños sepultados. Todo ello conforma una ambientación esperpéntica que no parece aspirar más que a la burla.

La segunda sorpresa es el probable acceso final a otra diégesis, la mayor o materna, la que contendría a las dos anteriores, de la que ni siquiera sabemos si constituye verdaderamente otra diégesis, es decir, si se nos ha estado ocultando o es la resolución lógica y progresiva del relato: si lo escenificado hasta ahora se considera ficticio, no hemos accedido más que al contenido de un libro, y ahí se engendra la sorpresa; por el contrario, si lo escenificado se considera verosímil o plausible, nos situamos ante un contiguo final positivo para el protagonista, que ha sobrevivido al ataque de una vampira y ha logrado volcar su escandolosa experencia en un libro, sirviéndose a la par de lo imaginario y lo vivido, pero sin embalsamamiento de una diégesis tercera. La apariencia y las demarcaciones difusas entre lo ficticio y lo real son dos caracteres fundamentales de Twixt, obra compleja, multicompuesta, informe, barroca. También en esta incierta filtración de fronteras puede hallarse un remitente a Léolo.

La realización general tampoco escapa a lo grotesco, si bien no como rasgo negativo sino como positivo, en tanto ésa parece ser su pretensión: llamar la atención por medio de la rareza, lo irregular y las opciones radicales: abundan las inclinaciones picadas, en ocasiones ofreciendo vistas superiores del conjunto de la escena; las contrapicadas, tomadas desde suelo; los encuadres notablemente torcidos, ladeados, como el plano de una anciana en la biblioteca, o el cartel que anuncia la entrada al establecimiento; entre otras formas llamativas, destaca el plano que gira sobre sí mismo, aquél de Baltimore mirando por la ventana de su habitación, antes de introducirnos por primera vez en el sueño.

Reflexivo e inquieto, un proyecto arriesgado.