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viernes, 16 de marzo de 2012

Ana y los lobos (Carlos Saura, 1972)

Una bofetada genérica. Así podría abstraerse esta película. Empecemos por el contenido. Después la estructura, o la dirección del guantazo.

Ana (Geraldine Chaplin) es contratada como institutriz interina -ahí su tumba- encargada de tres niñas cuyo hábitat es un caserón, inserto en una tierra seca y áspera, tejido amarillo apto a prenderse. Dentro de él una abuela, una madre en parte ausente -al menos durante la película-, un padre y dos tíos; es decir, tres hermanos, hijos de la abuela de las niñas, y una nuera. Esto es, ¿una familia? Sí, una familia, nadie dijo que debiera ésta ser espacio empático de refugio: Juan, padre de las niñas, es un obseso del sexo; José, un pobre acomplejado que se tapa en lo autoritario; Fernando, un loco místico al que cuesta distinguir entre las muñecas de verdad y las de mentira. Una masculinidad de lujo, un trío de estridencia estereotípica.

Sin justificar en ninguna medida las extremas personalidades de este trío, la abuela, madre de éstos, parece haber tenido algún grado de determinación en ellas: según le cuenta a Ana, a José lo estuvieron vistiendo de niña hasta la primera comunión, ya que el padre había deseado descendencia femenina. Disfrazar a un niño y negar su identidad no es precisamente lo que suele entenderse por educación saludable. Ahí un preludio sugerido en la película que aporta un cierto marco de comprensión al ambiente perturbado representando través de la ventana a la que nos asoma el espacio fílmico: caemos en ella como al nacer, partiendo de la oscuridad absoluta; no se contextualiza al espectador, no hay antes y después, de ahí la incógnita relativa al porqué de la constitución madura de estas personalidades -entre otras preguntas curiosas, como a qué se debe el hecho de que los tres hijos, más que mayores, vivan con su madre, siendo al parecer dependientes de ella económicamente, pues respecto al trabajo no hay referencia alguna. Tres lobos, tres lobos cachorros amparados en la ferocidad nutricia y defensiva de su madre; tres lobos cachorros incapaces y ante ello acomodados, conformistas.

Una vez presentados los personajes, algo que sucede de golpe -José acude de inmediato a la habitación de Ana a pedirle la documentación, Juan se cuela en ella la noche misma de su llegada y a Fernando se le aprecia cubierto de un halo infantil sospechoso- , la acción, dividida en tres ejes correspondientes a cada uno de los tres hermanos, tiene como objetivo la argumentación demostrativa de nuestras primeras impresiones respecto a la psicología lobuna. Ésa es la trama básica, la austeridad del enunciador a favor de la sensación de naturalidad y de libre albedrío otorgado a los lobunos como trampa que delata, guiados por las pautas finalmente frustradas de lo que se supone un comportamiento socializado: Ana como punto central, como sol alrededor del cual giran tres planetas infernales, privados de paraíso. Sin embargo este infierno interno no se da a conocer seriamente, a la intuición de sus llamas no acompaña la certeza debido a la capa de ternura que los tiñe durante casi la totalidad de la película: los tres hermanos, trío antagonista, están insertos en la mentira. Prueba de ello es la inocencia con la que los ve Ana, manifestada cuando le dice a Fernando, en la cueva en la que éste a decidido aislarse, Juan quiere llevarme a la cama y José que le ponga los trajes (militares)... ¿Y tú, qué quieres de mí?, pregunta a Fernando, cuyo deseo inclasificable -cortarle el pelo- no hace sino mantenerlo indefinido, a diferencia del fuerte trazado que delimita a sus hermanos.

Llevarme a la cama y que le ponga los trajes es la versión suavizada y metonímica de las intenciones verdaderas. Los lobos se mantienen continuamente apagando sus llamas: desarrollan un proceso de acoso desfigurado respecto a su tono lógico, al adoptar éste la forma de broma, ridiculizándose las bestias a sí mismas, mostrándose torpes e indefensas, en el intento de crear en Ana un sentimiento de compasión y dulzura. De esta forma todo lo expuesto se desarrolla en clave de comedia, nada parece serio frente a un tipo que se crece orgásmicamente al ponerse un traje militar, otro que falsea cartas eróticas y las envía a una persona que convive en su misma casa y otro que dice levitar. Más ridículo aún si la madre de éstos es interpretada por Rafaela Aparicio, actriz fundamental de la comedia cinematográfica española, hasta tal punto remitente de este género que su personaje traspasa públicamente a su persona, pareciendo interpretar siempre el mismo papel en cualquier obra. Como el espectador, Ana llegará a creerlos simplemente inmaduros, estableciéndose un proceso de acercamiento y confianza. Para los lobos esto no parece ser más que un juego, competitividad ociosa contra el aburrimiento del borrego -rivalidad aparente por la presa, pues bajo ella subyace un pacto.

Sin el análisis del contenido, en tanto sustento genérico, hubiera resultado complicado la abstracción de la estructura. Ahora parece adecuado señalar que esta película desarrolla como variación estructural lo que en narrativa audiovisual se entiende por inversión (el paso de A a -A), habitual en los finales sorpresa: Ana parte de la casa, el camino de Ana parece ir a constituir el final, cerrar el relato mediante unos planos muy parecidos a los de su apertura, a los de su llegada a la casa... Suposición que se rompe al reaparecer corriendo los tres lobos, que toman a Ana por detrás para cumplir al fin sus deseos: no llevarla a la cama, sino violarla, por parte de Juan; cortarle el pelo, por parte de Fernando -aquí el único auténtico, persistente en sus motivaciones-; y pegarle un tiro, por parte de José, sin el amparo de un traje.

A parte del evidente giro radical dado a la historia tiene lugar un cambio de género que descoloca, de la comedia al drama absoluto, tal la dirección del guantazo: la desnudez y la frialdad con la que se desarrolla esta escena final, el despojamiento total de los papeles antes interpretados por parte de los hermanos, limpios ahora de toda emoción, como máquinas, hace que ni siquiera parezcan actores. Se adopta la forma del drama más realista, una estética documental que se alza como esencia, como verdad. El hecho de que este desvelamiento no suceda de manera progresiva, sino brutal, torna el giro más puntiagudo, como una esquina al otro lado de la cual aguarda lo ignoto. Podría atribuirse a esta estructura una forma de bengala: lineal y comedida, hasta el extremo, donde estalla.

Formalmente es destacable la luminosidad blanquecina y la tonalidad pastel características del conjunto de la obra, que distraen de la oscuridad de lo horrendo que subyace; la sencillez en la composición de los planos y la limitación de los movimientos de cámara que no intentan resaltar ningún aspecto estético o sentido ambiguo que, desde una mirada omnisciente, anticipara o señalara a lo invisible, resguardando la sorpresa hasta la ruptura con las normas de la comicidad; y la elegancia con que se trata la última escena, que no hace explícitas las imágenes de la violación, manteniendo al cuerpo tras los arbustos.

La selección visual no se muestra recatada, sin embargo, durante el corte de pelo: este plano es de una violencia extrema, imagen de la que acertadamente no decidió prescindirse ni mostrar a medias, dada su fuerza expresiva máxima y su alto simbolismo portador de un paralelismo bien significativo: el de una mujer y una muñeca, desde la deshumanización más humana, que hace de sus garras no la supervivencia sino el instrumento de recreo. Ojalá fueran lobos.



4 comentarios:

  1. Gracias Marga, es una estupendo trabajo.

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  2. Gracias Mantoval, me alegra que te haya gustado.

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  3. Anoche vi "Ana y los lobos" por canal INCAA, en la Rep. Argentina. Lo primero que hice al finalizar de verla fue Glooglearla. Tal cual la describes Marga: De la comedia al drama absoluto. Mis sonrisas desaparecieron para que un sonido oooohhhhhhh escapara de mis labios. Gracias por tu crítica!

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