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martes, 27 de noviembre de 2012

Dans la maison (François Ozon, 2012)

Hacía tiempo que no se asistía a una obra tan bella. Intento dejar a un lado lo personal y al pulirlo el tamaño de la piedra continúa siendo inmenso; hay una valía innegable, con la que tropiezas. Se echaba de menos tal grado de poesía conjugado en imágenes, así como una reflexión sobre la literatura misma que resultara original, de potente cercanía, de roce universal. Y humana. Lejos de superficialidades y abstracciones que se olvidan de alzar arte.

La literatura o la vida

Tal partición no se la cree nadie. Ningún espectador al menos. Frente a esta obra.

Una historia se cuela como si tal cosa. Una narración rasga la trama -la narración básica o la que sostiene- deseando aparentar ser realidades distintas o no pertenecer al mismo ámbito. Y por un momento se hace creíble la existencia de dos planos, de una historia superpuesta a otra. Pero tal doblez es apenas duradera, fallece tan joven y tan rápido como se la crea: se percibe que, lejos de ser independientes -lo que creían ellas, por lo que entraron en el juego: ese profesor que aconseja y se implica, que vive algo creyendo estar fuera, que es activo, es personaje, sin saberlo-, se tornan dictadoras la una de la otra, guías y directoras del organismo de la compañera. Una fundición. 

La narración intrusa -en absoluto modesta- viene de la mano de un alumno -en la película se prefiere llamar a este rol estudiante, pues parece portar mayor respeto, así que allí vayamos-, de un estudiante que, partiendo de una mera redacción de clase que adopta la forma del comienzo de un relato mayor -acotada con un "continuará"-, inicia un proceso narrador a largo plazo, inicia una obra cuyo destinatario, único y principal, es su profesor de francés: redacción tras redacción, en ejercicios de clase o en exámenes, el joven estudiante crea, por entregas, una obra que, curiosamente, irá siendo revisada, aconsejada, por su único lector: un lector que es partícipe, un lector que es coautor.

La agonía de la elección, del -prescindible- deber de elegir entre la literatura o la vida, se manifiesta por vez primera cuando se aprecia por parte del profesor un atroz ímpetu por guiar la obra de su alumno por los cauces de la "corrección", esto es, de lo que se considera teóricamente que son las pautas creativas del saber hacer literario, las normas mágicas e inderrumbables de la narración literaria, es decir, todos los consejos plasmados en la solemnidad de lo académico, todas los ejemplos de maestría que nos dejaron los clásicos y que son utilizados en la enseñanza como armas docentes incuestionables, rindiendo culto a los grandes autores de la literatura universal: ahí Flaubert, y ahí Dostoyevski, que, tal y como le reprocha el profesor a su alumno, no ridiculizaban a sus personajes, sino que hacían, de seres corrientes, seres dignos de atención y observación. En su ímpetu frío de perfección abstracta, que no toca o no mira al suelo, le reprocha al joven escritor su ironía, queriéndole guiar hacia otra forma, otra visión, queriendo hacer de él otro autor, lo que llevaría hacer de aquélla otra obra, al fin y al cabo. Ah, pero dijimos que él era coautor. Todo encaja.

Solicitando del joven escritor una formalidad académica, que aconseja determinados giros de contenido en el relato, como el otorgar fuerza a tal o cual personaje que parece desvalido de fuerza narrativa, está asimismo trastocando la vida misma del estudiante, en tanto el relato que escribe carece de fundamento imaginario, siendo por el contrario una transposición o calcamonía de sus experiencias vitales, de la realidad que él está viviendo, conociendo, observando: pedir un giro al relato es pedir un giro a la vida del estudiante, en tanto si su trabajo está basado en la calcamonía, el giro introducido deberá basarse en un giro vital, pues tal es su técnica, la de la transposición: porque el primer objetivo del joven escritor fue vivir la realidad que durante el filme vive -el introducirse en un familia, el conocer lo que es una familia normal-, y que secundariamente tomó como material alimenticio para los trabajos de clase. Se observa de esta manera por parte del profesor al estudiante una exigencia de rechazo a la vida, para entregarse a la constricción de lo académico, de las supuestamente efectivas teorías literarias. Sobre todo en lo relativo a los personajes se observa cómo llega a ceder el joven escritor, rechazando la vida -la vida que desea- en tanto se rinde a acercarse más -para dotarlo de peso narrativo- al hijo de la familia objeto del relato, su compañero de clase, cuando no es precisamente con él con quien desea intensificar el contacto -pero según el profesor el hijo estaba relegado a un lugar de insignificancia, pasivo en el conjunto... ¿y por qué habría de ser de otra manera?

Literatura = Vida

No se fracciona lo contiguo, no lo que carece de polos, de límites. Jamás mayor adorno, jamás elección más idílica. No pueden separarse: ambas. Ambas y arrastradas, ambas e insertas, ambas y en cópula.

¿La literatura o la vida? Inalcanzable elección. Una en la otra. Puesto que se condicionan. Influencia mutua e infrenable para los que la aman, la literatura. Para los amantes de ambas, en tanto en una se busca la otra. La vida que no es, que no está, y que se busca. Se crea.

Y la creación condiciona. Es al profesor mismo a quien su exigencia se le cae de las manos. Tan sólo observándolo a él y a su entorno, cómo va cambiando éste -crear condiciona, vivir condiciona lo vivido-, es inevitable admitir la imposibilidad de separar literatura y vida, y consecuentemente la imposibilidad de decantarse por una de ellas. Éste personaje, destinador, tienta férrea y continuamente al sujeto hacia un objetivo cuyo cumplimiento se va desmontando en el destinador mismo, tomándolo a él cómo ejemplo. Él exige separar literatura y vida, cuando toda su vida, toda su realidad hasta ahora más o menos constituida, se ve de arriba abajo trastornada al dedicar tanto esmero a la obra de su alumno, al implicarse en un proyecto -¡literario!- y dejar que éste actúe en su entorno, vertiendo serias influencias sobre su persona y sobre las que le rodean, su mujer, su pareja: toda su vida anterior inyectada por un halo transformador tembloroso capaz de arrasar casi la totalidad que sostenía. Esta línea condicional, creativa o destructora ascendente, de fuerza mayor a medida que avanza el filme, es planteada desde el principio, fácilmente sentimos la debilidad del profesor frente a este tornado que comienza a rodearlo y desprenderá la prudencia de sus actos: de ahí la fuerza que transmite Dans la maison, la inquietud y la espera estupefacta en la que te sumerge, sensaciones todas ellas que desembocan en un placer continuo, sublime e incluso libidinal para los que se dejen atrapar por completo por el permanente estallido de grandiosidad del filme. Asistir a una móvil poesía, que se desarrolla antes tus ojos y se embellece, rodeándose a sí misma. Hay belleza asimismo en la inocencia de los personajes, en tanto se les ve creer en la literatura y la vida como entes independientes, por lo que creen estar en cierta medida a salvo, creen que pueden controlar la una desde la otra, proteger la vida o proteger la literatura, sentirse amos... Y mientras el espectador observa a profesor y a estudiante sumergidos en ella, en tal idea cortante, no puede sino sentir ternura, porque persiguen una meta abocada al fracaso. Y se huele.

En la matriz poética de Dans la maison juega un papel importantísimo la música, que acentúa los dos caminos señalados y reafirma el terremoto que ocurre en el interior de los personajes, almas que se olvidan de sí mismas para lanzarse a un objetivo, entregándose sin reservas. Compuesta por Philippe Rombi, se desarrolla en melodías ascendentes que no permiten el descanso, ni un segundo de distracción, ni una mirada afuera de la imagen.

La escena final, la cual ofrece uno de los planos más deslumbrantes de la historia -una fachada con múltiples ventanas, dentro cada una de las cuales se enciende una luz, un color, una historia, frente a los dos protagonistas que observan el mosaico-, pueda quizás contener una metáfora de la mente como loca potencia creativa, que no se conforma con lo precedente y se abre continuamente, como una esponja, dejándose calar. A la vez que se conforma como un empuje, una dosis de ánimo, para crear: contrariamente a lo que pudiera parecer tomando como referencia el lugar en el que esta escena sucede -el lugar en el que el profesor acaba-, el final es, un final feliz. O expectante. Insatisfecho y buscador.

Dans la maison, basada en la obra de teatro El chico de la última fila escrita por Juan Mayorga, explota al máximo la materia del relato precedente y merece, más allá de consideraciones personales, el mayor respeto al reflejar una más que deslumbrante maestría fílmica, una más que deslumbrante madurez en el uso del lenguaje fílmico, maestría que tanto se echa en falta en las adaptaciones: maestría que, lejos de destruir o desprestigiar a quien le cedió base, ilumina la idea, recrea su fuerza y la infla; crea una obra nueva, tanto o más bella.

No se la pierdan.

[esta crítica ha sido cedida para su publicación paralela a la revista Guionactualidad ]

martes, 16 de octubre de 2012

Psicoanálisis y cine (II)

Amplio artículo en el que desarrollo un análisis de la familia que da cuerpo a la película Léolo (Jean-Claude Lazon, 1992):

http://fama2.us.es/fco/frame/frame8/estudios/1.6.pdf


Espero que lo disfruten.


miércoles, 22 de agosto de 2012

La chamade (Alain Cavalier, 1968)

Durante los primeros minutos de esta obra muy probablemente el espectador se sienta turbado, dudoso, con la sospecha de situarse frente a un clásico relato romántico de convencional base rosa que a su vez implicara una suponible trama, rígidas estereotipaciones, esperadas caídas, equilibrios recuperados, alguna otra bajada, feliz resolución y aquí no ha pasado nada, oyes, te fijaste, qué bonita es la vida, qué tontos desperdiciarla con nuestros tontos sentimientos, nuestras bobas preguntas, vamos, ya ha pasado todo, amor mío.

Con lo cual se atraviesa al comienzo un terreno incierto que tienta a dar por finalizada la proyección, otra vez no, no tengo ganas. Afortunadamente tales arenas movedizas son pronto finitas y la perspectiva desde la que nos inclinamos a este film se retuerce por completo, tentando aún más, ahora hacia adelante. Un giro que torna cada detalle sugerente y alimenta parca aunque suficientemente una expectación que, por esta vía, se hace mansa, paciente y atenta a lo que en apariencia es vano y fútil, esto es, sin alejarse de la máxima según la cual la realidad resulta, a menudo, escalofriantemente cotidiana, capaz de sorprendernos desde aquella posición que a priori parecía tan conocida y transitada.

La chamade sorprende por la veracidad intrínseca de los sentimientos que trasmite, por la cercanía e universalidad de los mismos; lograr establecer entre el espectador y los personajes un proceso de identificación y comprensión que los une no en planos sino en harto complejos sentimientos, aunque comunes a todos en tanto se bifurcan entre la libertad y el compromiso, dos pesos de una balanza en la que la civilización, invariablemente, ha situado al hombre -el malestar de la cultura del que nos hablara Freud, el deber frente al impulso, el represor Superyó cohibiéndolo y como vigilante de su cautiverio un sentimiento de culpa acechantemente hambriento... recomendable no contar el número de tales deseos cautivos pues podría desembocarse en la vida como castigo u infierno.


Al tratarse de motivaciones complejas inexplicables incluso para el sujeto que las sufre, sorprende, pues, la capacidad para transmitir algo no del todo verbalizable, más bien intangible a través del lenguaje e imposible de recrear en la imagen... Sin acertar a vislumbrar cuál es su fórmula, seguramente ésta sea fruto de una conjugación de varios factores, cada uno de ellos de distinto origen y presentes en una justa aunque recóndita medida -¿cómo hallarla?-, que juntos logran situarnos ante una verdad, ser partícipes de ella como frente a un espejo: verdad en tanto la hemos vivido -ya sea en primera o en tercera persona-, aunque carezca de nombre, aunque pocas sean las obras que logren situarnos ante ella. Una propuesta de exteriorización.


De entre tales sentimientos eficazmente transmitidos destacan, básicamente, dos. Por un lado, la sensación de pertenencia, la conciencia de que exista -se trata sólo de una sensación- un lugar nuestro, un origen del que emanan los personales aunque enterrados criterios de la conveniencia, el binomio bondad-maldad ajustado a nuestra medida y circunstancias particulares, provenientes del entorno primario así como de los posteriores o secundarios que ofrecieron otras variantes. En el lado opuesto, la rebeldía como diferenciación, la necesidad de exploración -por lo general incontrolable-, de poner a prueba al propio yo; el riesgo, la adrenalina de estar transgrediendo algo, aunque -y cuesta reconocer esto- a menudo con un vibrante e injusto trasfondo de culpabilidad -por sutil que sea- o sentimiento de inadecuación que se mantiene más o menos tapado por vía de la negación o alguna de sus caras, como el orgullo. No necesariamente bajo preceptos religiosos, nuestro imaginario está plagado de "deberes" que tratan de atormentarnos. Es así que me atrevo a decir que la culpa, esté o no justificada, se sitúa en la espina dorsal del ser humano civilizado, en tanto ostenta una determinación inmensa sobre sus actos, en tanto es una sensación omnipresente, que pervive ya esté o no motivada: porque nos formó -la prohibición del incesto, como primera coherción, en el origen de la cultura- y nos forma.


Para extraer una posible estructura sobre la que se desarrolla La chamade podría trazarse un esquema analítico que adoptara la forma de triángulo, un triángulo del que sólo uno de sus tres ángulos está provisto de movilidad: en él se sitúa Lucile -maravillosamente interpretada por Catherine Deneuve-, que vaga entre dos hombres, dos ángulos. Uno representa el amor incondicional, de tez muy semejante al amor parental -bueno, a una parte de éste-, un resguardo para siempre, un hogar que sabe permanentemente abierto, para el que cuando desee habrá regreso. Otro representa el amor narcisista, que no ama al objeto amoroso por sí mismo sino por la satisfacción que éste puede aportarle, por el placer que éste puede darle, buscando por lo tanto el bien para sí mismo y no para el objeto amoroso al que supuestamente ama; pero en tanto su prioridad no sea el bien del objeto -resultando secundario frente al propio-, ni le reporte felicidad el bien del objeto sino tan solamente el propio, es fácil extraer que no ama al objeto sino que busca amarse a sí mismo a través del objeto.


Estas dos antagónicas formas de amar -una amando al objeto, otra amándose a sí mismo a través del amor recibido del objeto- están sin embargo camufladas por una capa material -el aspecto económico- que juega a distraer sobre su verdadera esencia, invitándonos a un proceso de descubrimiento y, sobre todo, de desprendimiento de prejuicios, de tipismos sociales: el amor incondicional es representado por Charles (Michel Piccoli), un hombre rico; el amor narcisista es representado Antoine (Roger Van Hool), un hombre de economía bastante media. A primera vista parece tratarse de la clásica -y cierta, por supuesto- moraleja "el dinero no da la felicidad", ejemplificada en el personaje de Lucile quien renuncia a todos los lujos de su vida junto a Charles al enamorarse de Antoine, siendo el hecho de que éste no pueda ofrecerle los lujos a los que estaba acostumbrada algo de nimia importancia, pues ella se sacrifica por amor y éste es el mayor tesoro. Sin embargo creo no precipitarme demasiado si afirmo que una de las pruebas de la agilidad con que la obra recrea los sentimientos y predisposiciones de los personajes es que esto no se lo cree nadie -ningún espectador, quiero decir-, todo resulta sospechoso: la sola mirada de Antoine, que no denota transparencia, al contrario, denota soberbia. No hay moraleja, y si la hubiera sería ésta: no creas en ninguna moraleja, sólo observa y juzga por ti mismo.


Revelador el guantazo de Antoine. Basada en una novela de Françoise Sagan -la chamade, la llamada, ¿de quién?-, la historia es fantástica. El mérito de Alain Cavalier y de su equipo no es menor: dotar de imagen a lo que carece de ella.


¿De quién? es una de las tantas preguntas efervescentes en la escena final, un primer plano de Lucile que la despoja hacia otro general conforme ella camina frente a cámara, portando la misma incógnita contenida en el rostro niño del último fotograma de Los cuatrocientos golpes: la imagen congelada del pavor. Pavor frente a la incertidumbre, frente a su asunción. La renuncia a comprender cómo funciona o debiera funcionar esto, la carencia de fórmulas para vivre la vie.


Lo ajeno: un espejo de verdad.



viernes, 10 de agosto de 2012

The Hunger (Tony Scott, 1983)


Existe. Si desean acercarse a esa experiencia por la cual la belleza se torna indescriptible, inabarcable en la palabra, deslumbrante y de delimitaciones blancas cuasi transparentemente permeables, ausente de rasgos radicales, ventaja a la rigidez de "lo inseguro adicto al grito" por miedo a su temblorosa inconsistencia; esa presencia universal, la cual nadie en su descripción coincide pero somos cegados en la comunión, en el intento, y esa misma ceguera comunica; si han conocido y desean reencontrarse con la matriz desnuda de la belleza, vean El ansia, precisamente para desprenderse del ansia que trata de dotar de clasificación a los significantes visuales. Busquen mensajes implícitos en la regulación de las formas materiales. Despréndanse del código, hay algo dentro. Afuera. Esto es, un conjunto. Fruto de la mano humana. Vivo en el otro. Somos, es posible. Existe, pues se ha representado.

Nunca he logrado comprender con claridad a qué se atiene el calificativo "de culto". Sólo sé que esta obra lo merece, lo recibe con una amplitud de seda, abultada de algodones: informe y adecuada. Precisa y evanescente. Obra de culto.

Resultaría una pérdida centrarse de manera prevaleciente en el argumento. La trama es sugerente, polisémica, poéticamente compleja y sencilla a la vez según la perspectiva de sus múltiples lados, con un trasfondo que interroga en lo fantástico y en lo científico; de final incomprensible -aunque calmado, quizás una invitación a lo reflexivo; no fruto de un nudo cuya complejidad torna elitista o selectiva a su posible asunción fluida, sino simplemente abierto, esto es, transitable-, o resolución libre según el sentido que se haya dado a la historia, una historia atractiva, cuando menos, pero al mismo nivel de estridencia valiosa que el resto de los elementos que conforman al film: ésta es una obra de arte total, que ha de ser -o se recomienda- acogida en conjunto, tanto es así que no "ha de ser", sino que inevitablemente sucede de tal forma. Uno/a queda, sin pretender anclar mi experiencia personal como rígida salida, fácilmente embriagado. Una materialidad que se difumina, extiende sus materiales y los vuelve plásticos, como una lava.

De la fotografía, qué no decir y cuánto no se escape o se bifurque en la palabra. No hay ni un sólo fotograma que no merezca el calificativo de bello, equilibrado, sereno, completo, medido, libre y proporcionado; artístico. Destaco aquel primer plano de perfil, en el que se ofrece el rostro semi tapado por un velo negro de Catherine Deneuve, o Miriam, atemporal vampira inmune en su elegancia a la sucesión de las épocas; inclinada mirada descendiente hacia abajo, hacia las teclas del piano sobre las que escenifica su luto, el fin de uno de sus tantos amantes, interpretado por David Bowie. Tras él, su próximo amante -o caza- será Sarah, una esbelta Susan Sarandon que desarrolla un papel inigualable en lo que a transmisión de inocencia se refiere. Como ven, el reparto, es otro de los motivos responsables de la grandeza del resultado, más que obra, halo.

La pasional mesura de la fotografía, oscura, de un filtro en cuya escala domina el azul, avivando el negro y ofreciendo mate a la luminosidad plata, unida a las desconcertantemente fabulosas pericias del montaje, torna evidente que Tony Scott y su equipo manejan con harta desenvuelta maestría aquello que en el imaginario entendemos por videoarte, impreciso concepto hasta que nuestra percepción se topa con la realidad a la que apunta, con la realidad a la que hasta entonces tan difusamente apuntaba el término. Sólo conociendo se conoce, reiteración que puede parecer evidente pero sin embargo pocas veces acaecida. Pues la palabra, ya se sabe, sólo apunta, desde lejos, a un referente no siempre palpado. Por lo que si la  presente neta aclamación que alaba a The Hunger pudiera ser tomada por el lector como exagerada, téngase en cuenta que el discurso sólo apunta; que no fijo, tan sólo me acerco -argumentando.

En relación a los citados recursos del montaje, destaca, por un lado, por un rechazo a la linealidad cronológica en algunas escenas, mezclando intermitentemente instantes posteriores y anteriores, montaje alterno que muestra a retazos simultáneamente distintas fases de una acción determinada; Miriam besa a Sarah mientras se intercalan fugaces ráfagas en las que la muerde, planos de Miriam vestida e incorporada sobre Sarah son interrumpidos por otros en los que aparece desnuda, de cara al techo y despeinada... Propone así The Hunger una lectura versátil y a veces parcialmente anticipada, puntadas de omnisciencia caduca y, verdaderamente, más que funcional, recreativa: estética que no respetando la linealidad de espacio y tiempo trata de dar cabida a un lenguaje que, prestando gran atención a la música, transmite por vía de lo abstracto sensaciones para las que aún no se han creado vocablos.

También son adelantados en ocasiones los diálogos, como en la visita de Miriam a la clínica, mientras camina por el pasillo escuchamos ya la conversación con el médico al que sus pies la dirigen. Y esto tratándose de un film en el que apenas hay diálogos, justa y mínima medida, pues realmente mayor cantidad resultaría innecesaria, tal es la fuerza expresiva de la imagen, la efectividad con la que se la trata, explotando al máximo sus posibilidades comunicativas: esto hace de The Hunger una inmersión sumamente agradable, aún siendo una película de terror, género que mayoritariamente trata de ofrecer al espectador tensión, inquietud, pesadillas, falsas pesadillas, de las que sabe que saldrá inmune -como el turista occidental en la India, que observa templado la pobreza sabiendo que saldrá, que no es suya-; ahí la clave del triunfo del género de terror y ahí en lo que se diferencia The Hunger, que toma la materia prima terrorífica y la pule de tal forma que nuestro paso sobre ella es suave, sedoso, de culto espiritual cuando no secretamente orgásmico por vía de la sublimación.

Por otro lado destaca el montaje por su cariz paciente y selectivo, huidizo del morbo, que evade lo desagradable; basta algún plano detalle de una pequeña incisión para comprender que un vampiro está sacrificando a su víctima; sucede por ello que no hay entereza, que nada se muestra en bruto y al completo, que todo es filtrado, todo es pulido: que hay una continua intención artística de principio a fin. Esta opción perforadora de la unión, la continuidad y la entereza que suprime lo que considera nimio o superfluo es además muy significativa por las solventes competencias que supone al espectador: éste no es un ente de pobre entendimiento que necesite recibir el mensaje por los machacados cauces de lo evidente, ni que necesite de la reiteración como si de una persona semi sorda a la que hubiera que gritar se tratara.

La banda sonora, por su parte, no es que sea un aliciente, sino una parte crucialmente integrante poseedora de una determinación perforadora: Léo Delibes, su ópera Lakmé (la fuerza que aporta el maravilloso "The Flower Duet" al romance de Miriam y Sarah); Bach y Schubert; Édouard Lalo y Maurice Ravel; entre otros, a través de contrastes que van del salmo Miserere Mei Deus de Gregorio Allegri a Funtime de Iggy Pop.

Algunos han visto en The Hunger una alegoría de la droga, desplomando la recreación vampírica hasta reducirla a ensoñación metáforica de sujetos de interiores agitados. Yo he optado por permanecer en lo que la película ofrece, o dejar guiarme por la forma concreta -lo de menos ya es de qué- que propone: Miriam es una vampiresa que vampiriza a sus amantes y la inmortadilidad de cada uno de ellos se hace esclava o depende del amor de Miriam; en cuanto el amor de ésta se esfuma, la inmortalidad del amante se convierte, fugazmente, en su contrario, en un proceso de envejecimiento repentino que puede llevarlo a la putrefacción en dos días -otro aspecto excelente, el maquillaje, cómo manipula y juega sobre las facciones de Bowie. Así sus sucesivos desenamoramientos implican inevitables desapariciones: un desamor que mata, que no permite al amante seguir viviendo y recuperarse de la pérdida redirigiendo su libido a otro objeto, sino que drástica e incontrolablemente desde Miriam se vierte un embrujo que lo esfuma -¿para que no sufra? 

Temple cristalizado. Ansia aguosa. Obra hipnótica.


lunes, 6 de agosto de 2012

L'argent de poche (Truffaut, 1976)


"Unos dominios donde lo único fácil es la entrada", puntúa Luis Goytisolo en su obra Recuento (1973, perteneciente a la tetralogía Antagonía), en un intento de describir la vida. Y tal definición parece ser la desarrollada por Truffaut en L'argent de poche, donde un grupo de niños comienzan a experimentar las dificultades que caracterizan a tales dominios que agrupados conforman el concepto de vida.

Si en Los cuatrocientos golpes (1959) el autor francés optara por contraer el protagonismo individualmente a través de un sólo personaje portador del conjunto de sentimientos manifiestos, en L'argent de poche opta por un reparto coral donde cada personaje escenifica en sí mismo una faceta determinada, que vistas en conjunto podrían interpretarse como las distintas partes de un mismo ser ahora repartido en varios, esto es, sus múltiples caras. Así se observan personalidades bien diferenciadas en el grupo de niños que da vida a la obra: el ligón, el chistoso, el negociante, el enamoradizo... entre las niñas, la coqueta, su bolso o la vida.

Se aprecia además una notable diferencia de estética entre Los cuatrocientos golpes y L'argent de poche. Si bien en la primera el tono es eminentemente trágico, perceptible desde el inicio y cuya crudeza llega a ser máxima en el último fotograma del film, aquella imagen congelada que nos muestra la desolación contenida en el rostro del protagonista, captado en su carrera huidiza hacia el mar -hacia lo ignoto-, en L'argent de poche nos topamos con una serena estética documental que evade lo desagradable, sólo señalado sutilmente. Pero precisamente esa estética documental que trata de recrear situaciones verosímiles y de tornarlas naturalmente cercanas al espectador, no hace sino reiterar que se trata -tanto lo que se ve directamente como lo que no- de realidades, de circunstancias reales, que se han dado y que se dan en nuestros entornos inmediatos. Aunque alto grado se desolación transmite también el paseo nocturno de Julien, entre las barracas inertes... pero algo continúa actuando como elemento diferenciador, un sentido trágico más escurridizo, adaptándose al interior de quien lo protagoniza: Julien, un niño que no desea destacar entre los otros, que quiere pasar desapercibido.

Cada una de las citadas dificultades con las que empiezan a relacionarse los niños podría ser vista como uno de los puntos negros u obstáculos en los dominios de la vida. Así, las relaciones sentimentales, el dinero, siendo algunos puntos más negros que otros, en una escala de grises, como los problemas familiares: Patrick, cuya madre está ausente, debe cuidar de su padre, absolutamente inválido; Julien, sufre el brutal maltrato de su madre y de su abuela, dos brujas que bien se cuida Truffaut de mantener en espacio off hasta el final de la obra... ¿mesura o elegancia? Ambas.

A pesar de ser éstos unos dominios donde lo único fácil es la entrada, Truffaut embellece al nacimiento, a lo que colabora la espléndida música de Maurice Jaubert, dotándolo de un halo embriagador de esperanza -el profesor Richet con la cámara entre las manos, paralizado frente al parto de su hijo; vamos, ¡saque las fotos!, le insta la enfermera-, una esperanza en primer término en manos de los padres, directos responsables del cariz de las primeras experiencias del recién llegado: su futura relación con las mujeres dependerá de la que tenga con su madre, leerá entusiasmado el profesor y repetirá en voz alta dirigiéndose a su mujer, mientras amamanta a su hijo.

Esta primaria y honda capacidad escultora de los progenitores sobre el recién nacido -el barro- enlaza finalmente con una reflexión sobre la educación y los derechos del niño, a través del discurso que Jean-François Richet da a sus alumnos el último día de clase, previo a las vacaciones y posterior a la detención de los padres de Julien, quien queda en manos de los servicios sociales:

Un niño maltratado se siente siempre culpable, eso es lo abominable. De todas las injusticias de este mundo, maltratar a los niños es lo más repugnante, lo más odioso. El mundo no es justo ni lo será jamás, pero debemos luchar por la justicia. Es necesario, debemos hacerlo. Las cosas cambian y mejoran, pero no lo bastante rápido. Los gobiernos siempre dicen que no cederán ante las amenazas, pero es lo contrario: siempre ceden a la amenaza. Las mejoras sólo se consiguen exigiéndolas. Los adultos lo han comprendido y obtienen en la calle lo que se les niega en los despachos. Los adultos, si lo desean de verdad, pueden mejorar su vida, pueden mejorar su suerte. Pero a los niños siempre se les olvida. Ningún partido político se ocupa de los niños como Julien o como vosotros. Esto se debe a una cosa: los niños no son electores. Si tuvierais derecho a voto, podríais exigir más guarderías, más asistencia social, más de todo. Y lo obtendríais, porque les interesarían vuestros votos. Por ejemplo, el derecho a venir una hora más tarde en invierno, en lugar de venir todavía a oscuras.

Ser menor de edad no debería equivaler a ser vedado, más aún sobradamente documentada la insana crueldad de algunos adultos, casos que no conforman vano número. Profunda reflexión como para afirmar que éste es un filme en el que "no pasa nada" simplemente porque no tiene un esquema clásico, un argumento picudo con un principio y un final sobresalientes... No, es una obra que invita a la fusión humildemente, sin estridencias. A través de modelos. No captura; muestra, abre.

(...) Debido a una especie de desequilibrio, quienes tienen una infancia difícil están mejor preparados para ser adultos que quienes estuvieron muy protegidos y fueron muy queridos. Es una especie de ley de la compensación. La vida es dura pero bella, por eso nos aferramos a ella.

Por eso Patrick es un enamoradizo, cuya permanente deseo equipa de ilusión a su vida, y el mínimo acercamiento al deseo la dota de una capa de belleza que tienta al objetivo. 



viernes, 22 de junio de 2012

Psicoanálisis y cine (I)

Breve artículo en el que trato de ilustrar la investigación freudiana a través de personajes fílmicos:



Espero que lo disfruten.

Twixt (Francis Ford Coppola, 2011)


Twixt es un relato audiovisual que juega con las apariencias, continua y descaradamente. Son su principal arma para transmitir una idea no manifiesta, a la que se nos incita por inducción: la película propone al espectador trascender lo presencial para elevar el sentido a lo que está fuera, a una parcela de nuestra sociedad; la industria editorial, sus lógicas.

La materia

El primer nivel de lo aparente está conformado por una historia de terror fragmentada, presente en los sueños de su escritor, y por lo tanto intermitente. Debido a apuros económicos, Hall Baltimore es presionado por su mujer para escribir, cuanto antes, una novela de terror que cumpla con las expectativas comerciales de la editorial con la que está vinculado, digna de convertirse en un best seller. Para ello lo amenaza con vender un ejemplar antiquísimo de la obra Leaves of Grass de Walt Whitman, que Baltimore conserva como oro en paño. A partir de ahí, la mente angustiada del escritor, en la búsqueda desesperada de una historia atractiva que contenga todo lo imprescindible para que el editor preconice en ella un éxito de ventas, nos abrirá la puerta a través de la ensoñación a una macabra historia de asesinatos y vampiros.

Dentro de esta segunda diégesis Baltimore acude en busca de ayuda, nada más y nada menos, que al gran Edgar Allan Poe -obsérvese, ya he nombrado a dos de los grandes; más tarde emergerá Baudelaire-, quien le asesorará y guiará en su camino creativo, dándole pistas que harán avanzar el relato, construyéndose así ante nuestros ojos: el tema más poético del mundo, le confiesa, la muerte de una niña bella. En lo referente a la sensación por la cual el relato se va construyendo a la par que su visionado, Twixt entabla conexión con Adaptation (Spike Jonze, 2002), ambas hacen presente y progresivo lo que se ha constituido y cerrado antes, si bien la última se centra directamente en la creación del guión.

El tallaje

Ahí lo palpable. Sin embargo, es posible intuir, desde la utilización del libro de Whitman -objeto al que Baltimore profesa culto amoroso- como instrumento de amenaza, una metáfora de la subordinación de la libertad creativa dentro del sistema capitalista, en el que toda autenticidad queda paralizada. Un círculo vicioso que, debido a la necesidad de sobrevivir en un sistema del que se forma parte, obliga a los autores a colaborar con él y rendirse a sus pautas, para poder mantener en un segundo plano -tener tiempo y solvencia para- una pequeña parcela de pureza, de expresión abierta del gusto y fluido desarrollo de la personalidad, de libertad y experimentación sin trabas; esos ratitos en que podríamos imaginar al protagonista dedicado a la lectura de la obra de los autores admirados y a la escritura de aquello que le dicta tan sólo su persona y mediante la forma que le es propia. Buscar un éxito de ventas para salvar la buena -su- literatura, concretada metonímicamente en el apreciado ejemplar de Whitman que ha de ser rescatado de las zarpas utilitaristas de su mujer, es la meta de la acción del protagonista desde este paralelo punto de vista simbólico: la muerte o la belleza. Además de ello puede interpretarse la intención de transmitir que, aún para crear obras comerciales y estando en posesión de su fórmula segura y clave, se necesita una previa formación y conocimiento de los grandes autores de la cultura universal; el contacto con Poe, como ejemplo. No puede ser de otro modo, a no ser que se trate de un genio, algo que se da muy excepcionalmente.

El segundo de los sentidos metafóricos podría estar vinculado a la labor de la escritura misma, un oficio o práctica en la que inevitablemente realidad y ficción se mezclan, a través del subconsciente del escritor, que a menudo actúa por independiente, como efusión incontrolable: Baltimore ha sufrido realmente el fallecimiento de una niña bella, el de su hija adolescente; vierte su realidad en el sueño, orienta su imaginación, nunca limpia. Se muestra así un rasgo universal de la literatura, el que se cuele la experiencia propia del autor en la obra; se desee o no lo personal influye en la ficción narrada, en tanto predispone a ella y determina sus vaivenes; a menudo, al hablar de otros, hablamos de nosotros mismos, de la misma manera en que Freud aseguraba que, en los sueños, todo personaje que aparezca, conocido o no, no es más que el portador de una parte o faceta de nosotros mismos, que toma rostro extraño para ejemplificar más ágilmente el significado. Esta faceta contenida en la película encuentra un equivalente infantil en Léolo (Jean-Claude Lauzon, 1992), peculiar obra en la que la mente del protagonista nos traslada continuamente al sueño, un ámbito al que alimentan las insatisfacciones de su mundo real; un mundo el real cuya incomodidad le predispone al sueño, recreando incluso a sus familiares, transformados según sus deseos y necesidades.

Formalmente estas dos diégesis, la práctica y la contenida en el sueño, están radicalmente diferenciadas en tanto la historia de terror soñada por Baltimore es filtrada por una pérdida de saturación del color que la torna muy cercana al blanco y negro, metálicos. Tan sólo percibimos breves tintes de color que navegan sin salir de la esfera de lo rojizo: en los mofletes de la joven vampira, en las cortinas del siniestro hotel, en el vino -irónico el acto de verterlo sobre el nombre de Poe, quien después lo bebe, tragando la mediocridad del sistema o prediciendo su instauración en la cultura-, el fuego de la chimenea, la alfombra, la luz anaranjada del farol y el amarillo de los limones. Una minimalista dosificación del color que ya utilizara Coppola en La ley de la calle (1983) para traducir el daltonismo del protagonista, dotando tan sólo de color a los peces y fugazmente a un personaje, ambos cautivos, unos en la pecera y otro en un arresto.

Junto al color otro factor de distinción de una parcela y otra es la estética virtual, que apunta a la irrealidad del sueño. Se percibe un tratamiento digital de la imagen cuya textura se asemeja a la del videojuego, sobre todo al percibir una sutil ralentización en el movimiento de los personajes, tiñéndolos de una dosis de artificialidad, al tornarlos rígidos. 

Jugar con la apariencia lleva implícita la manifestación de la sorpresa, y ésta se manifiesta en dos ocasiones: en la etapa final de la película, cuando en la supuesta realidad práctica de Baltimore asistimos a una serie de asesinatos y a la manifestación efectiva de la especie vampírica -el cadáver que parecía sostener la camilla-, habiéndose mantenido previamente un tono burlesco que parecía señalar que las intenciones terroríficas no iban en serio: la caracterización torpe y ridícula de algunos personajes, concretamente la del alguacil, cuyo ocio dedica a la fabricación de casas para murciélagos; la forma infantil que adquieren las peleas del matrimonio; algunos planos que parecen estar aleatoriamente compuestos, como aquél en el que Baltimore y el alguacil se encuentran por vez primera, en la tienda: uno frente al otro en plano medio, de perfil, con un exceso de aire en la parte superior del encuadre cuando el alguacil se agacha y apoya sobre la mesa; y, aunque en el sueño, otros detalles contribuyen a recrear una estética bromista, como los brakes de la vampira, que elevan la duda sobre si realmente tendrá colmillos, la tremendista cita que ella misma destaca como favorita de la obra Baltimore: "no me dejes, o seré tentada hacia la tumba"; o como la mujer del hotel abandonado, que se anima a tocar alegremente la guitarra inmediatamente después de haber confesado que bajo el suelo hay doce niños sepultados. Todo ello conforma una ambientación esperpéntica que no parece aspirar más que a la burla.

La segunda sorpresa es el probable acceso final a otra diégesis, la mayor o materna, la que contendría a las dos anteriores, de la que ni siquiera sabemos si constituye verdaderamente otra diégesis, es decir, si se nos ha estado ocultando o es la resolución lógica y progresiva del relato: si lo escenificado hasta ahora se considera ficticio, no hemos accedido más que al contenido de un libro, y ahí se engendra la sorpresa; por el contrario, si lo escenificado se considera verosímil o plausible, nos situamos ante un contiguo final positivo para el protagonista, que ha sobrevivido al ataque de una vampira y ha logrado volcar su escandolosa experencia en un libro, sirviéndose a la par de lo imaginario y lo vivido, pero sin embalsamamiento de una diégesis tercera. La apariencia y las demarcaciones difusas entre lo ficticio y lo real son dos caracteres fundamentales de Twixt, obra compleja, multicompuesta, informe, barroca. También en esta incierta filtración de fronteras puede hallarse un remitente a Léolo.

La realización general tampoco escapa a lo grotesco, si bien no como rasgo negativo sino como positivo, en tanto ésa parece ser su pretensión: llamar la atención por medio de la rareza, lo irregular y las opciones radicales: abundan las inclinaciones picadas, en ocasiones ofreciendo vistas superiores del conjunto de la escena; las contrapicadas, tomadas desde suelo; los encuadres notablemente torcidos, ladeados, como el plano de una anciana en la biblioteca, o el cartel que anuncia la entrada al establecimiento; entre otras formas llamativas, destaca el plano que gira sobre sí mismo, aquél de Baltimore mirando por la ventana de su habitación, antes de introducirnos por primera vez en el sueño.

Reflexivo e inquieto, un proyecto arriesgado. 


viernes, 4 de mayo de 2012

The Artist (Michel Hazanavicius, 2011)


Si para Enrique González Macho, director de la academia española de cine, una película como The Artist es "lo mejor que se ha hecho en los últimos treinta años", según dijo en su presentación en el festival de cine de Sevilla, está claro que el concepto de originalidad está a sus ojos más que trastornado: una historia simple, una historia de amor de lo más ñoña, caricaturesca y maníaca, contada en blanco y negro, vocalmente muda y sobrecargada de música. La citada afirmación no solamente es exagerada, sino al completo inconsistente. Quizás el verdadero reto hubiera sido tratar, bien una historia compleja, bien una historia actual propia de nuestros días (e interpretadas en uno y otro caso de manera contemporánea, sin recurrir a las expresiones teatrales) mediante unos medios expresivos y técnicos del pasado; un reto que se hubiera propuesto así extraer la esencia comunicativa del cine, en lugar de una muy vaga imitación del cine de finales de los veinte y principio de los treinta: The Artist imita su estética, no su organismo, no su sistema productivo. Ha sido realizada con todas las comodidades del siglo XXI. Ni siquiera su tonalidad blanca y negra y su ausencia de diálogo conforman un verdadero homenaje: medios expresivos falseados, en tanto no son fruto de la técnica homenajeada, de filmar con la carencia de un sistema que capte el sonido y el color. El ¿cómo se hizo? será, si se distribuye, harto interesante para la comparación de una y otra edad del cine.

1927, últimos momentos de apogeo del cine mudo. Triunfo estelar del actor George Valentin, protagonista masculino; le acompañan los últimos felices años veinte, previos a su decaimiento profesional con la llegada del sonoro. El cantor de jazz (Aland Crosland, 1927), primera película sonora hablada, marca el extremo del iceberg, el punto de inflexión a partir del cual se extiende el deslizamiento.

Cansina, plana y lineal son caracteres que se intuyen desde el principio, a pesar de que hasta el final no se llega a corroborar su durabilidad imperecedera: uno/a está expectante, alerta a un giro que sorprenda o a un final tan pasmoso que deje en la mente materia digna de posterior reflexión e interrogamiento. Pero no. The Artist está férreamente condicionada –alienada- por el seguimiento de un modelo y no por su propiedad, por sí misma: no tiene ser, tiene forma. Un continuo estereotipo, inflado permanentemente sin descanso. Persecución de un molde indistintamente, un molde rígido. Tan indistintamente que lo da de sí, lo deforma: las películas del cine mudo de la época eran más entretenidas, más inestables e imprevisibles, sus historias aguardaban más matices y sus personajes eran más tambaleantes... Aunque fuera de Hollywood, recuérdese por ejemplo El amo de la casa (1925), dirigida por Dreyer, una película que trata muy tempranamente la violencia doméstica y cuyos personajes no son en absoluto cerrados... Se ha tomado el molde al pie de la letra, pervirtiendo su apertura y malinterpretando sus límites.

The Artist es un juego de continuas gesticulaciones agradables por parte de los personajes, él y ella ambos muy bellos, todo forzadamente avivado por una música en extremo reiterativa que crea un ritmo permanente cuyo objetivo parece ser pactar con la comodidad gentil del espectador pero que, por el contrario, no hace sino alejar: se desnaturaliza a sí misma y no hay unión posible. Abruma, su monotonía -multifacética, no solamente musical.

Las melodías, por otra parte, son muy poco variadas. Una de ellas, me atrevería a decir que la principal, la que inunda -entre otras- la escena en que aparece George rodeado de fans y de flashes entre los cuales se encuentra su gran admiradora Peppy Miller -quien logra entre apretones posar con él, antes de convertirse en estrella femenina de la época dorada de los treinta-, esa melodía, se explota hasta lo insaciable: no refleja qué ocurre en la imagen, no se conjuga ni va acorde a ella sino que se inserta en un plano desligado, paralelo y distanciado; una pared metálica se interpone en medio: en el cine clásico la música generaba una respuesta emocional en el público, solía corresponder con los actos representados en la imagen, trataba de realzar un sentimiento u orientar significaciones. Aquí eso se ha esfumado, no se da una inserción natural de la música en el esquema fílmico, no hay la síntesis entre imagen, movimiento y música que propusieron compositores como Korngold; por ello resulta artificial, una parodia que no hace ningún bien alusivo al verdadero cine de la época: recurre a una estética, no a una esencia, y en ello se intuye una actitud (moral) mercantilista: sí, ha logrado su objetivo, el taquillazo y el peloteo en distintos festivales, los cinco Óscars y los tres Globos de Oro, entre otros premios; la gran presencia mediática en telediarios de medios cuya cobertura cinematográfica es de corte comercial y que, sin embargo, han tratado de venderla como un filme pertenciente a una línea "vanguardista".

Zanjando el tema, el exceso de la música festiva, ya sea en una determinada situación que sí la requiera, ya sea en otra cualquiera desprovista de correspondencia visual, resulta difícilmente soportable y ennubla la abstracción de ideas. Otro ejemplo es la secuencia resumen de las distintas iniciativas que pone en pie el protagonista para que su carrera no caiga en picado, creando él mismo sus propias películas como guionista, director y actor de un cine mudo en proceso de extinción.


Llegado este punto se torna necesaria una precisión respecto al concepto de parodia, surgido a raíz del carácter superficial de la obra: resulta interesante intercambiarlo por el concepto de pastiche, más aplicable en lo que a cuestión ornamental se refiere. El intercambio se debe a Fredic Jameson:

"El pastiche es, como la parodia, la imitación de un estilo peculiar o único, idiosincrásico; es una máscara lingüística, hablar un lenguaje muerto; pero es una práctica neutral de esta mímica, no posee las segundas intenciones de la parodia; amputando su impulso satírico, carece de risa y de la convicción de que, junto a la lengua anormal que hemos tomado prestada por el momento, todavía existe una sana normalidad lingüística (...) El cine de la nostalgia ejemplifica ejemplifica todo el tema del pastiche, como parodia vacía, como estatua ciega; como referencia estética, tras la que se esconde el deseo desesperado de apropiarse de un pasado perdido. De esta forma, períodos generacionales se abren a la colonización estética, tal y como lo ilustra la recuperación estilística de los años treinta en Estados Unidos e Italia que llevan a cabo, respectivamente, Polanski en Chinatown y Bertolucci en El Conformista” (Teoría de la posmodernidad, 1996: 38-40).

En esta cita queda expresada agudamente la infertilidad del contenido de la película a la que se dedica la presente crítica. Fredic Jameson apunta una lógica que, en The Artist, se desarrolla hasta sus extremos máximos, taladrando la mesura prolífica de los citados Polanski y Bertolucci. Como consecuencia, no hay identificación posible. Lejanía fruto de una irrealidad resentida -quisiera no serlo, añora-, intolerable en tanto no se reconoce, en tanto pretende ser reflejo; actuar consecuentemente con su lógica, es lo que le falta.

Respecto al tono, el reflejar una experiencia dramática de manera jovial y lúdica resulta adecuado cuando el objetivo es la crítica irónica sobre algún aspecto social, pero no parece ser que ése sea el objetivo de The Artist: ha querido venderse como un juego, una invitación al disfrute del espectador presuponiendo a éste un sistema de placer fácil, cuando la práctica es bien diferente: la complejidad del espectador no se rinde tan fácilmente, no somos tontos. Una estética insulsa y apacible.


Sólo queda la esperanza de pensar que toda esta reiteración simplista y amorfamente lineal de -la perversión de- una idea que lleva a una insoportable ausencia de afinidad constituye, en el fondo, una forma intencional de crítica hacia el sistema de estudios y el star system de la época, esa época dorada; y por ello su asfixiante ubicuidad musical, dirigida a ridiculizar esa excelente voracidad del capitalismo avanzado que engorda -que vuelve a su favor- todo lo que intenta perjudicarle. Todo se convierte en mercancía, los productores de The Artist lo saben bien. Vaya clavo, cuán fácil atinarlo.

Ha de señalarse por último que la imitación se toma sus libertades: la realización no se corresponde para nada con el cine de finales de los veinte y principios de los treinta. Destaca el movimiento giratorio de cámara que toma desde una inclinación picada al protagonista sentado frente a un vaso y una botella de whisky, doblándose su imagen en el reflejo del cristal de la mesa; plano demasiado enrevesado para homenajear una estética fílmica clásica. También los encuadres torcidos de la escena en que George destruye sus celuloides.
  
No hemos aprendido nada. Eso parece -no es así, no somos tontos. Cuando la historia del cine universal, a lo largo del siglo XX, nos ha mostrado el avance y desarrollo de su propio lenguaje, desligándose de las pautas teatrales, independizándose de modelos de referencia ajenos hasta constituir una esencia particular única, ¿qué sentido tiene que se alaben –ha sido un éxito de crítica- en el siglo XXI esos cánones de antaño, esta alabanza hacia The Artist? Ni mucho menos se pretende con esta pregunta desvalorar al cine clásico, sino hacer mención a la independencia del cine para que precisamente no se desvalore su importancia crucial, obviando la aún interminable corriente de experimentación que caracteriza a lo fílmico.

En ello, en la alabanza, quedan ignorados el conjunto de autores cuyas innovaciones han hecho del cine un arte independiente sostenido por sí mismo. ¿Dónde está la enigmática impasibilidad de los personajes de Bresson, la fuerza desgarradora del sentido filosófico en lo aparentemente ignoto y la apuesta por el silencio como invitación a la mira? ¿No hemos aprendido nada? ¿Y los maestros? O bien, por no ceñirnos a uno entre mil estilos, y optando por autores franceses, ¿qué hay de la originalidad colorista de Alain Resnais, tan elástica como para contener a Hiroshima mon amour y a Las malas hierbas sin reventar sus fibras?

La alabanza a una película como The Artist porta implícito –créase probablemente no intencionado- un desprestigio a gran parte de los responsables de la riqueza maravillosa que conforma el cine, a su efervescente efusión creativa de belleza inagotable. 

jueves, 19 de abril de 2012

Caché (Michael Haneke, 2005)


Hay dos formas de dotar de fuerza prevalente a una línea argumental: por comunicación directa y reincidente, por agotamiento; o por comunicación mínima e indirecta, por reserva. Corpulencia o flaqueza, volumen o huella, ambas formas radicales. La primera se sienta frente a ti, la segunda insinúa y te tienta.

Un remitente

Caché circula mediante una corporeidad aparente. Caché está fuera de sí, es un remitente: la trama inmediata, la directamente visible, funciona como capa de distracción. El peso de la obra recae en lo ausente. Gira en torno a un tema que apenas refleja -un sentimiento colectivo-, supresión en lugar de apertura. Su título lo indica: caché, oculto. Parece ilógico, improbable, pero el resultado sin embargo es notablemente efectivo: el objetivo de apartar al problema a una posición subyacente es subrayarlo, aportarle un halo de reclamo hasta constituirlo en foco de atracción; dar cuenta de su relevancia silenciándolo, a través de un protagonista reacio a reconocerlo.

Unas cintas de vídeo son enviadas a George, un hombre culto y cómodamente posicionado en la sociedad parisina que dirige un programa televisivo de tertulia literaria. En ellas se observan los exteriores de su casa, coincidiendo con las entradas y salidas de George y de su mujer, Anne. Las cintas llegan envueltas en folios blancos, en los cuales aparecen extraños dibujos: un niño sangrando por la boca, un gallo degollado. Además son enviadas a otros espacios relacionados con la vida de George, como el colegio de su hijo o el medio de comunicación en el que trabaja. Los contenidos de las mismas evolucionan y parecen señalarle algo concreto: una de ellas graba el camino que lleva a la casa donde transcurrió la infancia de George, en la que aún permanece su madre. La llegada de esta cinta motivará una visita inmediata del protagonista a su progenitora.

Uno/a no presta especial atención a los dibujos, da la impresión de estar trazados aleatoriamente, con el único denomidador común de resultar desagradables; que intimide y medie la sangre. Sin embargo el niño y el gallo remiten a una historia acotada y precisa, cuyo conocimiento total nos es impedido en tanto su relato depende de la voluntad del protagonista, que actúa como filtro, un filtro bastante opaco: sólo a través de inconclusos fragmentos de las pesadillas de George y de su parco lenguaje hacia Anne accedemos a esta subtrama, la que funciona como base y sostén de la inmediata. El prefijo "sub" indica "debajo de", pero de ninguna manera debe ser interpretado como "secundario": la historia que George trata de ocultar es el óvulo del que emergen dos mellizos harto dispares, en tanto es la céntrica, en tanto media -adoptando la forma de ejemplo ilustrativo en un familia, de concreción individual- entre dos estados de la sociedad francesa: entre finales de la Guerra de Independencia de Argelia, el París del 17 de octubre de 1961, día en que tuvo lugar una brutal represión policial hacia una manifestación de argelinos, y entre la sociedad francesa de principios del nuevo milenio, profundamente avergonzada de portar tal suceso en su historia, inundada por un sentimiento colectivo de culpabilidad. Tan sólo una vez una voz -la del George, en el tramo final- invoca a la masacre, desprovista de imágenes. Como se apuntó, supresión en lugar de apertura, aunque presencia inevitable en tanto proveedora de influencia sobre el comportamiento del protagonista.

Un engranaje

Los padres de Majid fueron dos de los doscientos argelinos fallecidos, arrojados al río Sena. Majid es el hijo de los empleados en la casa de George. La relación entre ambos niños marca sus vidas, un suceso las determina para siempre: los padres de George deciden adoptar a Majid, pero George se siente celoso e incita a Majid a acometer un acto malvado -degollar al gallo- para provocar su expulsión a un orfanato. Hasta que George, al final de la película, no confiesa a Anne este suceso, Majid es un dibujo, sin referente real. Después Majid es el niño que escupía sangre, el niño hacia el que el médico de la familia no tuvo interés en observar, el niño que vivía en la casa de George y que fue echado por matar a un gallo para asustar a George, según la mentira emitida por George frente a sus padres.

Una vez más en narrativa una historia concreta funciona como engranaje. Engranaje entre dos estados de la sociedad francesa. ¿Por qué su ocultación? Porque George se siente culpable, pero de lo que él cree sentirse culpable no es más que es un mecanismo de negación, de alivio. No hay mayor evidencia de la culpa que la negación de la misma: George porta otra culpa, la culpa de toda una sociedad francesa, una culpa de la que necesita desprenderse, necesita materializarla y excusar en algo menor, achacar a la actitud egoísta de un niño. No es lógico que unos incontrolables celos infantiles generen un sentimiento tan desgarrador como para mantenerlo silenciado férreamente -se comprende que la responsabilidad de la expulsión de Majid fue de los padres de George, que no tendrían verdadero interés en acogerlo: a menudo los niños tienen comportamientos agresivos, el asesinato de un gallo no es un motivo de peso. Tal no puede ser el origen.

La irrealidad como actante

Las cintas de vídeo, por su parte, funcionan como vehículo: ellas guían a George hasta el reencuentro con Majid, le señalan la ruta y dónde reside. Unen, además, el pasado y el presente, el París de 1961 y el París de comienzos de milenio; Majid es el símbolo metonímico de todo un conjunto de argelinos.

A nivel diegético, por otro lado, se desarrolla una relación curiosa entre dos mundos, la diégesis contenida en las cintas y la diégesis que conforma la vida real de los protagonistas: una relación de espejo, de calco reproductivo, las cintas graban el mismo mundo que nos presenta la película: el autor de las cintas propone a George un ejercicio de externalización, le propone mirarse desde afuera, observar su realidad como un otro, como la observaría un voyerista, como la observa el espectador de la película. No son mundos dispares, pero pertenecen a distintas diégesis, distintos niveles de realidad son conjugados para transformar la realidad misma: la irrealidad trastoca la realidad, unas cintas de video sumergen la vida de Goerge, de Anne y de su hijo en una crisis que altera su aparente estructura orgánica.

La identidad pende de un hilo.


viernes, 30 de marzo de 2012

La clase (Laurent Cantet, 2008)

El oficio de profesor puede reportar grandes satisfacciones aunque con frecuencia resulta una profesión compleja, incierta y desconcertante si los propósitos se ven continuamente frustrados o las expectativas previas son situadas a un nivel en exceso alto. Cada vez son más las personas coincidentes en que la labor de transmisión de conocimiento y de formación académica debería, idealmente, tomar la formar de una relación entre iguales, pero son muchas las incoherencias e inseguridades que se plantean al docente partidario de establecer este modelo y a los alumnos que tratan de aceptarlo: se tornan difusas las pautas del respeto. Prueba de los riesgos de este acercamiento del docente al alumnado, de esta supresión de la clásica tarima que lo alzaba y proporcionaba una perspectiva de superioridad imponente, es el polémico debate suscitado en la actualidad en torno a la figura del profesor, figura cuyo valor se ha visto rebajado, empequeñecido hasta tal punto de ser cuestionada su autoridad por parte de los padres -llegando en algunos casos a las manos en defensa de los hijos- y de la necesidad de reconocer su relevancia social protegiendo institucionalmente su labor a través de iniciativas públicas.

No obstante su todavía defectuoso establecimiento, frente al cual se reflexiona con el fin de que pueda en un futuro desarrollarse adecuadamente paliando sus consecuencias negativas, la balanza se inclina hacia el modelo bidireccional de enseñanza: está más que cuestionado el modelo de enseñanza autoritaria, se ha establecido un consenso en torno a los aspectos negativos de este modelo de comunicación unidireccional y castrador, que no da cabida al intercambio de visiones ni por tanto al cuestionamiento y reflexión abierta de los alumnos respecto a los temas tratados. No podría esperarse de una enseñanza tal un posible enriquecimiento personal fruto de una retroalimentación fluida aunque guiada, atenta a la voz del profesor como fuente primaria de información y criterio argumentativo.

Esa comunicación dialógica es la que persigue François, profesor de lengua en un instituto francés, tutor de un grupo de adolescentes poco concienciados frente a la determinación futura que la formación puede tener en sus vidas, desmotivados respecto al sistema educativo y desconfiados frente a sus instructores. Puede considerarse por ello que en el centro de las disputas surgidas en la clase no reside un enfrentamiento entre profesor y alumnos, entre personas, sino un enfrentamiento entre predisposiciones. A partir de la consideración del concepto clave de predisposición como palanca  podría desarrollarse una asimilación interpretativa que aportara un marco de comprensión al conflicto. Dos palancas cuyo impulso es contrario.

No hablar de personas sino de predisposiciones implica observar al individuo como conjunto, concreción de un todo que lo condiciona; situarse un paso atrás, considerar el medio del que se procede, adoptar una visión social en la que el contexto primario formativo -a nivel familiar, geográfico, económico- sea un aspecto férreo a tener en cuenta. Somos sociales, no sujetos a la absoluta libre elección: ésta está condicionada, movida por múltiples hilos; su pureza no existe. No se trata de negar al completo lo personal, la parcela de individualidad esencial, sino de entender que esta independencia por la cual se deja de ser masa fácilmente influenciable se establece en la madurez, después de largo tiempo de prueba y tanteo de diversas personalidades y formas de vida, de conocimiento e inclinación hacia una actitud coherente con la posición que se ha de ocupar en el mundo. No es éste el caso de los adolescentes, quienes se encuentran en el cruce de arenas movedizas.

Observando a cada alumno de la clase podría intuirse el tipo de ambiente familiar del que procede, el valor que se otorga en él a la educación, si la situación económica laboral de los padres es proclive al fomento del estudio del hijo, si les permite prestar atención y tiempo a este aspecto... Cada actitud porta una huella, representa un contexto. Ahí reside la dificultad: François no se enfrenta a personas sino a realidades. La profundidad de campo de su objetivo se agranda, la perspectiva mediante la cual ha de plantearse la estrategia de cambio se alarga hacia adelante, tras la espalda del alumno que te mira de frente. Realidades que generan predisposiciones. La desesperación a la que François acaba cediendo es lógica: él no puede cambiar realidades, sólo puede reorientar las predisposiciones. Pero éstas continuarán ligadas a tales realidades, por lo tanto su estado líquido, de debilidad, permanece: pueden volver fácilmente a sus puestos, al arraigo previo. François observa de esta manera cómo los avances progresan y retroceden, continuamente, en una línea de inseguridad e incertidumbre que no corresponde a su esfuerzo.

Ese estado de tensión que en momentos críticos puede llegar al sinsentido y esa paciencia a punto de estallar bloqueada en la irresolución del conflicto entre ser cercano y ser respetado son transmitidos intensa y precisamente por la película. No narra, hace sentir. Directamente nos sumerge allí, asistimos no como espectadores sino como un alumno más: estamos dentro de la clase -la mayor presencia de planos cerrados que de generales ayuda a ello-, sentados en uno de los pupitres viviendo en primera persona la experiencia. Tanto es así que habrá momentos en que la identificación se sitúe más inclinada hacia François y otros más inclinada hacia los adolescentes, por la fuerza y eficacia con que se recrean las personalidades y actitudes, cada una de las cuales se defiende a sí misma para ser la elegida como espectatorial punto de vista.

Ello se logra con un inteligente uso del tiempo escena, recurso fundamental en el conjunto de la película: cada escena abarca un debate o conflicto surgido en clase, y tales discusiones se muestran al completo, de principio a fin sin interrupción, coincidiendo duración de la historia y duración del discurso; estamos allí, no sufrimos elipsis dirigidas a agilizar los hechos o resumir la acción eludiendo tal o cual componente; no hay guía, por tanto, estamos allí, no hay mediación, mano que recorte.

Respecto al espacio ha de destacarse su unicidad, el único escenario es el instituto y dentro de él predomina absolutamente la clase de François. El propio título original lo señala: Entre les murs. No traspasar las fronteras del recinto eludiendo qué ocurre más allá de ellas puede considerarse una invitación a reflexionar sobre lo que aquí se ha considerado concepto clave: las predisposiciones. Interrogarlas, forzar nuestra curiosidad hasta el qué motiva, qué los hace, de dónde y cómo vienen. Somos sociales.

Por establecer una analogía parece lógico que esta película nos remita a otra gran obra de la cinematografía francesa, par que refleja un fructífero interés por los contextos sociales que influyen en lo educativo: Hoy empieza todo (1999) de Bertrand Tavernier, si bien centrada en la educación infantil, apuesta por reflejar cómo el desarrollo del sistema de educación pública no debe circunscribrirse a profesorado y centros, sino abarcar las condiciones económico-sociales que sostienen a sus beneficiarios.



lunes, 26 de marzo de 2012

El niño de la bicicleta (Dardenne, 2011)

Nuestros ojos se han tornado inútiles, el sistema de visión humana resulta deficiente. Necesitamos nuevos orificios por los que irradie claridad suficiente para observar, reparar en los detalles, distinguir trazos, establecer analogías y contrastes: conocer.

Ahí está el cine para brindarnos esa nueva capa de limpieza por la que pueda transmitirse lo real mediante el respeto, desde una interpretación que parta de una documentación rigurosa, de manera fiel y con criterio. No basta saber que esto y aquello existe, hay que verlo. Hay que presenciarlo, asimilarlo, sentirlo. Entonces no sólo sabremos que esa realidad existe, sino que sabremos cómo, sentiremos su textura. Sabremos que es agria.

Una realidad absolutamente habitual en nuestros días: el divorcio. Sabemos que existe, que se da, que está aceptado socialmente y que, aún con diferentes grados, resulta doloroso, especialmente para los hijos. Pues bien, en general sabemos, pero sólo sabemos, quienes conocen realmente son las personas que lo han vivido, que han sido protagonistas de tal hecho. Los que no, sabemos su existencia pero nos es algo extraño, de un interior desconocido. Ahí está el cine para suplir esta carencia, para investigar, reproducir, identificar y emocionar: Nader y Simin, una separación (Asghar Farhadi, 2011), puede tomarse como un evidente ejemplo de esta feroz y prolífica línea realista, que no necesariamente busca trasmitir aspectos negativos pero cuyo compromiso social le lleva irremediablemente a la denuncia. Línea no carente de variedad y riqueza, véase en este sentido Las horas del día (2003) o La soledad (2007), ambas dirigidas por Jaime Rosales y cuyo realismo quizás no esté tanto en lo que cuenta como en la forma radical mediante la que lo cuenta, que más que narrar hace sentir y transmitir sensaciones a las que a menudo no acertamos a poner nombre, y que exige de nosotros una participación activa, una involucración total en la adaptación a un lenguaje de austeridad, reducción e impasible evidencia. Asghar Farhadi, por su parte, maneja como un mago los mecanismos de la intensidad hasta tal punto de atraparte y lograr introducirte en la piel de una adolescente a la que se le presenta -mediatizada por otras complicaciones de igual corte cotidiano- una injusta disyuntiva: elegir entre su padre y su madre. La intensidad con que se trasnmite la impotencia es máxima, prueba de ello es que no asistimos a la resolución de tal conflicto, por lo que se traduce que el mensaje final es la imposibilidad, la incapacidad resolutiva para una mente que no puede comprender, obligada a razonar fríamente en un estado de indignación.

Ineludiblemente destacables en esta férrea tendencia a recrear parcelas de la realidad a menudo marginadas son los hermanos Dardenne. En particular tratan de reflejar los conflictos que caracterizan la vida de niños y de jóvenes en contexto de exclusión social, en más de una ocasión mediante el problema del maltrato o abandono por parte de los padres, tema que puede adoptar infinitas formas como el alcoholismo depresivo (Rosetta, 1999) o la explotación laboral (La promesa, 1996) o la inmadurez delictiva (El niño, 2005). Formalmente se ajustan a una estética documental que permite el libre posicionamiento del espectador, huyendo de incitaciones hacia un determinado absoluto o saturación concreta de un sentido.

El niño de la bicicleta confirma la coherencia de esta trayectoria y la solidez de la autenticidad del cine de los Dardenne, perfectamente identificables en su estilo. No es exagerado afirmar que son, probablemente, dos de los cineastas actuales cuya huella propia se manifiesta más pronunciada. De nuevo en ella el abandono, vientre que engendra el tema de la adopción y cuyo tratamiento como conflicto dramático es a su vez motivado por un conflicto menor, de manera metonímica: la búsqueda de una bicicleta, que es la búsqueda de un padre.

Significativa resulta la subyacente contraposición que se establece entra la realidad y la ficción, que mantiene a Cyril aferrado a una causa: ser sujeto activo de su realidad, manejar las riendas de su vida. Dejar de sentirse una marioneta, dependiente de la voluntad -la dejadez- de su padre, que lo lleva a un centro de acogida, y luego de las normas de este lugar, donde se le reduce aún más la independencia en tanto aumenta el control y su destino se plantea como un ir de aquí para allá sin certidumbre. Este empeño se observa cuando responde a una pregunta de Samantha -quien le acoge los fines de semana- relativa a las aspiraciones del chico, en el coche: Yo no sueño. Pero sobre todo cuando se niega a ir al cine con el hijo de una vecina de Samantha, un chico de su misma edad al que sí le entusiasma la idea de ir al cine e intenta animar a Cyril argumentando que incluso será en 3D... A diferencia de Cyril, el joven vecino no tiene la necesidad de dar un giro a su realidad práctica, de actuar decididamente en su vida para cambiar un estado de cosas que no le satisface, y puede relajarse en un mundo de fantasías y sueños, recrearse en el ocio de otra realidad, disfrutar del paisaje que les ofrece el cine, el cual no exige de nosotros ser partícipes de primer orden, protagonistas actuantes.

Increíble papel, por otra parte, el representado por Samantha, que refleja maravillosamente el esfuerzo y la paciencia a la que se enfrentan algunos padres y madres de acogida, asumiendo una tarea nunca fácil: la aceptación y simpatía de un ser en proceso de crecimiento, condicionado probablemente por un precario estado afectivo y una lógica desconfianza.

Un detalle final a resaltar: la confianza en sí mismos que se intuye en esta última obra de Jean-Pierre y Luc Dardenne, palpable en la ausencia de primeros planos y en la medida mínimamente justa de presencia musical, prescindiendo de un abusivo recurso de elementos narrativos dirigido a una vía de expresión pretenciosa, reiterativa e insistente: dudosa de su capacidad.