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martes, 27 de noviembre de 2012

Dans la maison (François Ozon, 2012)

Hacía tiempo que no se asistía a una obra tan bella. Intento dejar a un lado lo personal y al pulirlo el tamaño de la piedra continúa siendo inmenso; hay una valía innegable, con la que tropiezas. Se echaba de menos tal grado de poesía conjugado en imágenes, así como una reflexión sobre la literatura misma que resultara original, de potente cercanía, de roce universal. Y humana. Lejos de superficialidades y abstracciones que se olvidan de alzar arte.

La literatura o la vida

Tal partición no se la cree nadie. Ningún espectador al menos. Frente a esta obra.

Una historia se cuela como si tal cosa. Una narración rasga la trama -la narración básica o la que sostiene- deseando aparentar ser realidades distintas o no pertenecer al mismo ámbito. Y por un momento se hace creíble la existencia de dos planos, de una historia superpuesta a otra. Pero tal doblez es apenas duradera, fallece tan joven y tan rápido como se la crea: se percibe que, lejos de ser independientes -lo que creían ellas, por lo que entraron en el juego: ese profesor que aconseja y se implica, que vive algo creyendo estar fuera, que es activo, es personaje, sin saberlo-, se tornan dictadoras la una de la otra, guías y directoras del organismo de la compañera. Una fundición. 

La narración intrusa -en absoluto modesta- viene de la mano de un alumno -en la película se prefiere llamar a este rol estudiante, pues parece portar mayor respeto, así que allí vayamos-, de un estudiante que, partiendo de una mera redacción de clase que adopta la forma del comienzo de un relato mayor -acotada con un "continuará"-, inicia un proceso narrador a largo plazo, inicia una obra cuyo destinatario, único y principal, es su profesor de francés: redacción tras redacción, en ejercicios de clase o en exámenes, el joven estudiante crea, por entregas, una obra que, curiosamente, irá siendo revisada, aconsejada, por su único lector: un lector que es partícipe, un lector que es coautor.

La agonía de la elección, del -prescindible- deber de elegir entre la literatura o la vida, se manifiesta por vez primera cuando se aprecia por parte del profesor un atroz ímpetu por guiar la obra de su alumno por los cauces de la "corrección", esto es, de lo que se considera teóricamente que son las pautas creativas del saber hacer literario, las normas mágicas e inderrumbables de la narración literaria, es decir, todos los consejos plasmados en la solemnidad de lo académico, todas los ejemplos de maestría que nos dejaron los clásicos y que son utilizados en la enseñanza como armas docentes incuestionables, rindiendo culto a los grandes autores de la literatura universal: ahí Flaubert, y ahí Dostoyevski, que, tal y como le reprocha el profesor a su alumno, no ridiculizaban a sus personajes, sino que hacían, de seres corrientes, seres dignos de atención y observación. En su ímpetu frío de perfección abstracta, que no toca o no mira al suelo, le reprocha al joven escritor su ironía, queriéndole guiar hacia otra forma, otra visión, queriendo hacer de él otro autor, lo que llevaría hacer de aquélla otra obra, al fin y al cabo. Ah, pero dijimos que él era coautor. Todo encaja.

Solicitando del joven escritor una formalidad académica, que aconseja determinados giros de contenido en el relato, como el otorgar fuerza a tal o cual personaje que parece desvalido de fuerza narrativa, está asimismo trastocando la vida misma del estudiante, en tanto el relato que escribe carece de fundamento imaginario, siendo por el contrario una transposición o calcamonía de sus experiencias vitales, de la realidad que él está viviendo, conociendo, observando: pedir un giro al relato es pedir un giro a la vida del estudiante, en tanto si su trabajo está basado en la calcamonía, el giro introducido deberá basarse en un giro vital, pues tal es su técnica, la de la transposición: porque el primer objetivo del joven escritor fue vivir la realidad que durante el filme vive -el introducirse en un familia, el conocer lo que es una familia normal-, y que secundariamente tomó como material alimenticio para los trabajos de clase. Se observa de esta manera por parte del profesor al estudiante una exigencia de rechazo a la vida, para entregarse a la constricción de lo académico, de las supuestamente efectivas teorías literarias. Sobre todo en lo relativo a los personajes se observa cómo llega a ceder el joven escritor, rechazando la vida -la vida que desea- en tanto se rinde a acercarse más -para dotarlo de peso narrativo- al hijo de la familia objeto del relato, su compañero de clase, cuando no es precisamente con él con quien desea intensificar el contacto -pero según el profesor el hijo estaba relegado a un lugar de insignificancia, pasivo en el conjunto... ¿y por qué habría de ser de otra manera?

Literatura = Vida

No se fracciona lo contiguo, no lo que carece de polos, de límites. Jamás mayor adorno, jamás elección más idílica. No pueden separarse: ambas. Ambas y arrastradas, ambas e insertas, ambas y en cópula.

¿La literatura o la vida? Inalcanzable elección. Una en la otra. Puesto que se condicionan. Influencia mutua e infrenable para los que la aman, la literatura. Para los amantes de ambas, en tanto en una se busca la otra. La vida que no es, que no está, y que se busca. Se crea.

Y la creación condiciona. Es al profesor mismo a quien su exigencia se le cae de las manos. Tan sólo observándolo a él y a su entorno, cómo va cambiando éste -crear condiciona, vivir condiciona lo vivido-, es inevitable admitir la imposibilidad de separar literatura y vida, y consecuentemente la imposibilidad de decantarse por una de ellas. Éste personaje, destinador, tienta férrea y continuamente al sujeto hacia un objetivo cuyo cumplimiento se va desmontando en el destinador mismo, tomándolo a él cómo ejemplo. Él exige separar literatura y vida, cuando toda su vida, toda su realidad hasta ahora más o menos constituida, se ve de arriba abajo trastornada al dedicar tanto esmero a la obra de su alumno, al implicarse en un proyecto -¡literario!- y dejar que éste actúe en su entorno, vertiendo serias influencias sobre su persona y sobre las que le rodean, su mujer, su pareja: toda su vida anterior inyectada por un halo transformador tembloroso capaz de arrasar casi la totalidad que sostenía. Esta línea condicional, creativa o destructora ascendente, de fuerza mayor a medida que avanza el filme, es planteada desde el principio, fácilmente sentimos la debilidad del profesor frente a este tornado que comienza a rodearlo y desprenderá la prudencia de sus actos: de ahí la fuerza que transmite Dans la maison, la inquietud y la espera estupefacta en la que te sumerge, sensaciones todas ellas que desembocan en un placer continuo, sublime e incluso libidinal para los que se dejen atrapar por completo por el permanente estallido de grandiosidad del filme. Asistir a una móvil poesía, que se desarrolla antes tus ojos y se embellece, rodeándose a sí misma. Hay belleza asimismo en la inocencia de los personajes, en tanto se les ve creer en la literatura y la vida como entes independientes, por lo que creen estar en cierta medida a salvo, creen que pueden controlar la una desde la otra, proteger la vida o proteger la literatura, sentirse amos... Y mientras el espectador observa a profesor y a estudiante sumergidos en ella, en tal idea cortante, no puede sino sentir ternura, porque persiguen una meta abocada al fracaso. Y se huele.

En la matriz poética de Dans la maison juega un papel importantísimo la música, que acentúa los dos caminos señalados y reafirma el terremoto que ocurre en el interior de los personajes, almas que se olvidan de sí mismas para lanzarse a un objetivo, entregándose sin reservas. Compuesta por Philippe Rombi, se desarrolla en melodías ascendentes que no permiten el descanso, ni un segundo de distracción, ni una mirada afuera de la imagen.

La escena final, la cual ofrece uno de los planos más deslumbrantes de la historia -una fachada con múltiples ventanas, dentro cada una de las cuales se enciende una luz, un color, una historia, frente a los dos protagonistas que observan el mosaico-, pueda quizás contener una metáfora de la mente como loca potencia creativa, que no se conforma con lo precedente y se abre continuamente, como una esponja, dejándose calar. A la vez que se conforma como un empuje, una dosis de ánimo, para crear: contrariamente a lo que pudiera parecer tomando como referencia el lugar en el que esta escena sucede -el lugar en el que el profesor acaba-, el final es, un final feliz. O expectante. Insatisfecho y buscador.

Dans la maison, basada en la obra de teatro El chico de la última fila escrita por Juan Mayorga, explota al máximo la materia del relato precedente y merece, más allá de consideraciones personales, el mayor respeto al reflejar una más que deslumbrante maestría fílmica, una más que deslumbrante madurez en el uso del lenguaje fílmico, maestría que tanto se echa en falta en las adaptaciones: maestría que, lejos de destruir o desprestigiar a quien le cedió base, ilumina la idea, recrea su fuerza y la infla; crea una obra nueva, tanto o más bella.

No se la pierdan.

[esta crítica ha sido cedida para su publicación paralela a la revista Guionactualidad ]

martes, 16 de octubre de 2012

Psicoanálisis y cine (II)

Amplio artículo en el que desarrollo un análisis de la familia que da cuerpo a la película Léolo (Jean-Claude Lazon, 1992):

http://fama2.us.es/fco/frame/frame8/estudios/1.6.pdf


Espero que lo disfruten.


miércoles, 22 de agosto de 2012

La chamade (Alain Cavalier, 1968)

Durante los primeros minutos de esta obra muy probablemente el espectador se sienta turbado, dudoso, con la sospecha de situarse frente a un clásico relato romántico de convencional base rosa que a su vez implicara una suponible trama, rígidas estereotipaciones, esperadas caídas, equilibrios recuperados, alguna otra bajada, feliz resolución y aquí no ha pasado nada, oyes, te fijaste, qué bonita es la vida, qué tontos desperdiciarla con nuestros tontos sentimientos, nuestras bobas preguntas, vamos, ya ha pasado todo, amor mío.

Con lo cual se atraviesa al comienzo un terreno incierto que tienta a dar por finalizada la proyección, otra vez no, no tengo ganas. Afortunadamente tales arenas movedizas son pronto finitas y la perspectiva desde la que nos inclinamos a este film se retuerce por completo, tentando aún más, ahora hacia adelante. Un giro que torna cada detalle sugerente y alimenta parca aunque suficientemente una expectación que, por esta vía, se hace mansa, paciente y atenta a lo que en apariencia es vano y fútil, esto es, sin alejarse de la máxima según la cual la realidad resulta, a menudo, escalofriantemente cotidiana, capaz de sorprendernos desde aquella posición que a priori parecía tan conocida y transitada.

La chamade sorprende por la veracidad intrínseca de los sentimientos que trasmite, por la cercanía e universalidad de los mismos; lograr establecer entre el espectador y los personajes un proceso de identificación y comprensión que los une no en planos sino en harto complejos sentimientos, aunque comunes a todos en tanto se bifurcan entre la libertad y el compromiso, dos pesos de una balanza en la que la civilización, invariablemente, ha situado al hombre -el malestar de la cultura del que nos hablara Freud, el deber frente al impulso, el represor Superyó cohibiéndolo y como vigilante de su cautiverio un sentimiento de culpa acechantemente hambriento... recomendable no contar el número de tales deseos cautivos pues podría desembocarse en la vida como castigo u infierno.


Al tratarse de motivaciones complejas inexplicables incluso para el sujeto que las sufre, sorprende, pues, la capacidad para transmitir algo no del todo verbalizable, más bien intangible a través del lenguaje e imposible de recrear en la imagen... Sin acertar a vislumbrar cuál es su fórmula, seguramente ésta sea fruto de una conjugación de varios factores, cada uno de ellos de distinto origen y presentes en una justa aunque recóndita medida -¿cómo hallarla?-, que juntos logran situarnos ante una verdad, ser partícipes de ella como frente a un espejo: verdad en tanto la hemos vivido -ya sea en primera o en tercera persona-, aunque carezca de nombre, aunque pocas sean las obras que logren situarnos ante ella. Una propuesta de exteriorización.


De entre tales sentimientos eficazmente transmitidos destacan, básicamente, dos. Por un lado, la sensación de pertenencia, la conciencia de que exista -se trata sólo de una sensación- un lugar nuestro, un origen del que emanan los personales aunque enterrados criterios de la conveniencia, el binomio bondad-maldad ajustado a nuestra medida y circunstancias particulares, provenientes del entorno primario así como de los posteriores o secundarios que ofrecieron otras variantes. En el lado opuesto, la rebeldía como diferenciación, la necesidad de exploración -por lo general incontrolable-, de poner a prueba al propio yo; el riesgo, la adrenalina de estar transgrediendo algo, aunque -y cuesta reconocer esto- a menudo con un vibrante e injusto trasfondo de culpabilidad -por sutil que sea- o sentimiento de inadecuación que se mantiene más o menos tapado por vía de la negación o alguna de sus caras, como el orgullo. No necesariamente bajo preceptos religiosos, nuestro imaginario está plagado de "deberes" que tratan de atormentarnos. Es así que me atrevo a decir que la culpa, esté o no justificada, se sitúa en la espina dorsal del ser humano civilizado, en tanto ostenta una determinación inmensa sobre sus actos, en tanto es una sensación omnipresente, que pervive ya esté o no motivada: porque nos formó -la prohibición del incesto, como primera coherción, en el origen de la cultura- y nos forma.


Para extraer una posible estructura sobre la que se desarrolla La chamade podría trazarse un esquema analítico que adoptara la forma de triángulo, un triángulo del que sólo uno de sus tres ángulos está provisto de movilidad: en él se sitúa Lucile -maravillosamente interpretada por Catherine Deneuve-, que vaga entre dos hombres, dos ángulos. Uno representa el amor incondicional, de tez muy semejante al amor parental -bueno, a una parte de éste-, un resguardo para siempre, un hogar que sabe permanentemente abierto, para el que cuando desee habrá regreso. Otro representa el amor narcisista, que no ama al objeto amoroso por sí mismo sino por la satisfacción que éste puede aportarle, por el placer que éste puede darle, buscando por lo tanto el bien para sí mismo y no para el objeto amoroso al que supuestamente ama; pero en tanto su prioridad no sea el bien del objeto -resultando secundario frente al propio-, ni le reporte felicidad el bien del objeto sino tan solamente el propio, es fácil extraer que no ama al objeto sino que busca amarse a sí mismo a través del objeto.


Estas dos antagónicas formas de amar -una amando al objeto, otra amándose a sí mismo a través del amor recibido del objeto- están sin embargo camufladas por una capa material -el aspecto económico- que juega a distraer sobre su verdadera esencia, invitándonos a un proceso de descubrimiento y, sobre todo, de desprendimiento de prejuicios, de tipismos sociales: el amor incondicional es representado por Charles (Michel Piccoli), un hombre rico; el amor narcisista es representado Antoine (Roger Van Hool), un hombre de economía bastante media. A primera vista parece tratarse de la clásica -y cierta, por supuesto- moraleja "el dinero no da la felicidad", ejemplificada en el personaje de Lucile quien renuncia a todos los lujos de su vida junto a Charles al enamorarse de Antoine, siendo el hecho de que éste no pueda ofrecerle los lujos a los que estaba acostumbrada algo de nimia importancia, pues ella se sacrifica por amor y éste es el mayor tesoro. Sin embargo creo no precipitarme demasiado si afirmo que una de las pruebas de la agilidad con que la obra recrea los sentimientos y predisposiciones de los personajes es que esto no se lo cree nadie -ningún espectador, quiero decir-, todo resulta sospechoso: la sola mirada de Antoine, que no denota transparencia, al contrario, denota soberbia. No hay moraleja, y si la hubiera sería ésta: no creas en ninguna moraleja, sólo observa y juzga por ti mismo.


Revelador el guantazo de Antoine. Basada en una novela de Françoise Sagan -la chamade, la llamada, ¿de quién?-, la historia es fantástica. El mérito de Alain Cavalier y de su equipo no es menor: dotar de imagen a lo que carece de ella.


¿De quién? es una de las tantas preguntas efervescentes en la escena final, un primer plano de Lucile que la despoja hacia otro general conforme ella camina frente a cámara, portando la misma incógnita contenida en el rostro niño del último fotograma de Los cuatrocientos golpes: la imagen congelada del pavor. Pavor frente a la incertidumbre, frente a su asunción. La renuncia a comprender cómo funciona o debiera funcionar esto, la carencia de fórmulas para vivre la vie.


Lo ajeno: un espejo de verdad.



viernes, 10 de agosto de 2012

The Hunger (Tony Scott, 1983)


Existe. Si desean acercarse a esa experiencia por la cual la belleza se torna indescriptible, inabarcable en la palabra, deslumbrante y de delimitaciones blancas cuasi transparentemente permeables, ausente de rasgos radicales, ventaja a la rigidez de "lo inseguro adicto al grito" por miedo a su temblorosa inconsistencia; esa presencia universal, la cual nadie en su descripción coincide pero somos cegados en la comunión, en el intento, y esa misma ceguera comunica; si han conocido y desean reencontrarse con la matriz desnuda de la belleza, vean El ansia, precisamente para desprenderse del ansia que trata de dotar de clasificación a los significantes visuales. Busquen mensajes implícitos en la regulación de las formas materiales. Despréndanse del código, hay algo dentro. Afuera. Esto es, un conjunto. Fruto de la mano humana. Vivo en el otro. Somos, es posible. Existe, pues se ha representado.

Nunca he logrado comprender con claridad a qué se atiene el calificativo "de culto". Sólo sé que esta obra lo merece, lo recibe con una amplitud de seda, abultada de algodones: informe y adecuada. Precisa y evanescente. Obra de culto.

Resultaría una pérdida centrarse de manera prevaleciente en el argumento. La trama es sugerente, polisémica, poéticamente compleja y sencilla a la vez según la perspectiva de sus múltiples lados, con un trasfondo que interroga en lo fantástico y en lo científico; de final incomprensible -aunque calmado, quizás una invitación a lo reflexivo; no fruto de un nudo cuya complejidad torna elitista o selectiva a su posible asunción fluida, sino simplemente abierto, esto es, transitable-, o resolución libre según el sentido que se haya dado a la historia, una historia atractiva, cuando menos, pero al mismo nivel de estridencia valiosa que el resto de los elementos que conforman al film: ésta es una obra de arte total, que ha de ser -o se recomienda- acogida en conjunto, tanto es así que no "ha de ser", sino que inevitablemente sucede de tal forma. Uno/a queda, sin pretender anclar mi experiencia personal como rígida salida, fácilmente embriagado. Una materialidad que se difumina, extiende sus materiales y los vuelve plásticos, como una lava.

De la fotografía, qué no decir y cuánto no se escape o se bifurque en la palabra. No hay ni un sólo fotograma que no merezca el calificativo de bello, equilibrado, sereno, completo, medido, libre y proporcionado; artístico. Destaco aquel primer plano de perfil, en el que se ofrece el rostro semi tapado por un velo negro de Catherine Deneuve, o Miriam, atemporal vampira inmune en su elegancia a la sucesión de las épocas; inclinada mirada descendiente hacia abajo, hacia las teclas del piano sobre las que escenifica su luto, el fin de uno de sus tantos amantes, interpretado por David Bowie. Tras él, su próximo amante -o caza- será Sarah, una esbelta Susan Sarandon que desarrolla un papel inigualable en lo que a transmisión de inocencia se refiere. Como ven, el reparto, es otro de los motivos responsables de la grandeza del resultado, más que obra, halo.

La pasional mesura de la fotografía, oscura, de un filtro en cuya escala domina el azul, avivando el negro y ofreciendo mate a la luminosidad plata, unida a las desconcertantemente fabulosas pericias del montaje, torna evidente que Tony Scott y su equipo manejan con harta desenvuelta maestría aquello que en el imaginario entendemos por videoarte, impreciso concepto hasta que nuestra percepción se topa con la realidad a la que apunta, con la realidad a la que hasta entonces tan difusamente apuntaba el término. Sólo conociendo se conoce, reiteración que puede parecer evidente pero sin embargo pocas veces acaecida. Pues la palabra, ya se sabe, sólo apunta, desde lejos, a un referente no siempre palpado. Por lo que si la  presente neta aclamación que alaba a The Hunger pudiera ser tomada por el lector como exagerada, téngase en cuenta que el discurso sólo apunta; que no fijo, tan sólo me acerco -argumentando.

En relación a los citados recursos del montaje, destaca, por un lado, por un rechazo a la linealidad cronológica en algunas escenas, mezclando intermitentemente instantes posteriores y anteriores, montaje alterno que muestra a retazos simultáneamente distintas fases de una acción determinada; Miriam besa a Sarah mientras se intercalan fugaces ráfagas en las que la muerde, planos de Miriam vestida e incorporada sobre Sarah son interrumpidos por otros en los que aparece desnuda, de cara al techo y despeinada... Propone así The Hunger una lectura versátil y a veces parcialmente anticipada, puntadas de omnisciencia caduca y, verdaderamente, más que funcional, recreativa: estética que no respetando la linealidad de espacio y tiempo trata de dar cabida a un lenguaje que, prestando gran atención a la música, transmite por vía de lo abstracto sensaciones para las que aún no se han creado vocablos.

También son adelantados en ocasiones los diálogos, como en la visita de Miriam a la clínica, mientras camina por el pasillo escuchamos ya la conversación con el médico al que sus pies la dirigen. Y esto tratándose de un film en el que apenas hay diálogos, justa y mínima medida, pues realmente mayor cantidad resultaría innecesaria, tal es la fuerza expresiva de la imagen, la efectividad con la que se la trata, explotando al máximo sus posibilidades comunicativas: esto hace de The Hunger una inmersión sumamente agradable, aún siendo una película de terror, género que mayoritariamente trata de ofrecer al espectador tensión, inquietud, pesadillas, falsas pesadillas, de las que sabe que saldrá inmune -como el turista occidental en la India, que observa templado la pobreza sabiendo que saldrá, que no es suya-; ahí la clave del triunfo del género de terror y ahí en lo que se diferencia The Hunger, que toma la materia prima terrorífica y la pule de tal forma que nuestro paso sobre ella es suave, sedoso, de culto espiritual cuando no secretamente orgásmico por vía de la sublimación.

Por otro lado destaca el montaje por su cariz paciente y selectivo, huidizo del morbo, que evade lo desagradable; basta algún plano detalle de una pequeña incisión para comprender que un vampiro está sacrificando a su víctima; sucede por ello que no hay entereza, que nada se muestra en bruto y al completo, que todo es filtrado, todo es pulido: que hay una continua intención artística de principio a fin. Esta opción perforadora de la unión, la continuidad y la entereza que suprime lo que considera nimio o superfluo es además muy significativa por las solventes competencias que supone al espectador: éste no es un ente de pobre entendimiento que necesite recibir el mensaje por los machacados cauces de lo evidente, ni que necesite de la reiteración como si de una persona semi sorda a la que hubiera que gritar se tratara.

La banda sonora, por su parte, no es que sea un aliciente, sino una parte crucialmente integrante poseedora de una determinación perforadora: Léo Delibes, su ópera Lakmé (la fuerza que aporta el maravilloso "The Flower Duet" al romance de Miriam y Sarah); Bach y Schubert; Édouard Lalo y Maurice Ravel; entre otros, a través de contrastes que van del salmo Miserere Mei Deus de Gregorio Allegri a Funtime de Iggy Pop.

Algunos han visto en The Hunger una alegoría de la droga, desplomando la recreación vampírica hasta reducirla a ensoñación metáforica de sujetos de interiores agitados. Yo he optado por permanecer en lo que la película ofrece, o dejar guiarme por la forma concreta -lo de menos ya es de qué- que propone: Miriam es una vampiresa que vampiriza a sus amantes y la inmortadilidad de cada uno de ellos se hace esclava o depende del amor de Miriam; en cuanto el amor de ésta se esfuma, la inmortalidad del amante se convierte, fugazmente, en su contrario, en un proceso de envejecimiento repentino que puede llevarlo a la putrefacción en dos días -otro aspecto excelente, el maquillaje, cómo manipula y juega sobre las facciones de Bowie. Así sus sucesivos desenamoramientos implican inevitables desapariciones: un desamor que mata, que no permite al amante seguir viviendo y recuperarse de la pérdida redirigiendo su libido a otro objeto, sino que drástica e incontrolablemente desde Miriam se vierte un embrujo que lo esfuma -¿para que no sufra? 

Temple cristalizado. Ansia aguosa. Obra hipnótica.