_____________C R Í T I C A__________D E__________C I N E_____________

viernes, 4 de mayo de 2012

The Artist (Michel Hazanavicius, 2011)


Si para Enrique González Macho, director de la academia española de cine, una película como The Artist es "lo mejor que se ha hecho en los últimos treinta años", según dijo en su presentación en el festival de cine de Sevilla, está claro que el concepto de originalidad está a sus ojos más que trastornado: una historia simple, una historia de amor de lo más ñoña, caricaturesca y maníaca, contada en blanco y negro, vocalmente muda y sobrecargada de música. La citada afirmación no solamente es exagerada, sino al completo inconsistente. Quizás el verdadero reto hubiera sido tratar, bien una historia compleja, bien una historia actual propia de nuestros días (e interpretadas en uno y otro caso de manera contemporánea, sin recurrir a las expresiones teatrales) mediante unos medios expresivos y técnicos del pasado; un reto que se hubiera propuesto así extraer la esencia comunicativa del cine, en lugar de una muy vaga imitación del cine de finales de los veinte y principio de los treinta: The Artist imita su estética, no su organismo, no su sistema productivo. Ha sido realizada con todas las comodidades del siglo XXI. Ni siquiera su tonalidad blanca y negra y su ausencia de diálogo conforman un verdadero homenaje: medios expresivos falseados, en tanto no son fruto de la técnica homenajeada, de filmar con la carencia de un sistema que capte el sonido y el color. El ¿cómo se hizo? será, si se distribuye, harto interesante para la comparación de una y otra edad del cine.

1927, últimos momentos de apogeo del cine mudo. Triunfo estelar del actor George Valentin, protagonista masculino; le acompañan los últimos felices años veinte, previos a su decaimiento profesional con la llegada del sonoro. El cantor de jazz (Aland Crosland, 1927), primera película sonora hablada, marca el extremo del iceberg, el punto de inflexión a partir del cual se extiende el deslizamiento.

Cansina, plana y lineal son caracteres que se intuyen desde el principio, a pesar de que hasta el final no se llega a corroborar su durabilidad imperecedera: uno/a está expectante, alerta a un giro que sorprenda o a un final tan pasmoso que deje en la mente materia digna de posterior reflexión e interrogamiento. Pero no. The Artist está férreamente condicionada –alienada- por el seguimiento de un modelo y no por su propiedad, por sí misma: no tiene ser, tiene forma. Un continuo estereotipo, inflado permanentemente sin descanso. Persecución de un molde indistintamente, un molde rígido. Tan indistintamente que lo da de sí, lo deforma: las películas del cine mudo de la época eran más entretenidas, más inestables e imprevisibles, sus historias aguardaban más matices y sus personajes eran más tambaleantes... Aunque fuera de Hollywood, recuérdese por ejemplo El amo de la casa (1925), dirigida por Dreyer, una película que trata muy tempranamente la violencia doméstica y cuyos personajes no son en absoluto cerrados... Se ha tomado el molde al pie de la letra, pervirtiendo su apertura y malinterpretando sus límites.

The Artist es un juego de continuas gesticulaciones agradables por parte de los personajes, él y ella ambos muy bellos, todo forzadamente avivado por una música en extremo reiterativa que crea un ritmo permanente cuyo objetivo parece ser pactar con la comodidad gentil del espectador pero que, por el contrario, no hace sino alejar: se desnaturaliza a sí misma y no hay unión posible. Abruma, su monotonía -multifacética, no solamente musical.

Las melodías, por otra parte, son muy poco variadas. Una de ellas, me atrevería a decir que la principal, la que inunda -entre otras- la escena en que aparece George rodeado de fans y de flashes entre los cuales se encuentra su gran admiradora Peppy Miller -quien logra entre apretones posar con él, antes de convertirse en estrella femenina de la época dorada de los treinta-, esa melodía, se explota hasta lo insaciable: no refleja qué ocurre en la imagen, no se conjuga ni va acorde a ella sino que se inserta en un plano desligado, paralelo y distanciado; una pared metálica se interpone en medio: en el cine clásico la música generaba una respuesta emocional en el público, solía corresponder con los actos representados en la imagen, trataba de realzar un sentimiento u orientar significaciones. Aquí eso se ha esfumado, no se da una inserción natural de la música en el esquema fílmico, no hay la síntesis entre imagen, movimiento y música que propusieron compositores como Korngold; por ello resulta artificial, una parodia que no hace ningún bien alusivo al verdadero cine de la época: recurre a una estética, no a una esencia, y en ello se intuye una actitud (moral) mercantilista: sí, ha logrado su objetivo, el taquillazo y el peloteo en distintos festivales, los cinco Óscars y los tres Globos de Oro, entre otros premios; la gran presencia mediática en telediarios de medios cuya cobertura cinematográfica es de corte comercial y que, sin embargo, han tratado de venderla como un filme pertenciente a una línea "vanguardista".

Zanjando el tema, el exceso de la música festiva, ya sea en una determinada situación que sí la requiera, ya sea en otra cualquiera desprovista de correspondencia visual, resulta difícilmente soportable y ennubla la abstracción de ideas. Otro ejemplo es la secuencia resumen de las distintas iniciativas que pone en pie el protagonista para que su carrera no caiga en picado, creando él mismo sus propias películas como guionista, director y actor de un cine mudo en proceso de extinción.


Llegado este punto se torna necesaria una precisión respecto al concepto de parodia, surgido a raíz del carácter superficial de la obra: resulta interesante intercambiarlo por el concepto de pastiche, más aplicable en lo que a cuestión ornamental se refiere. El intercambio se debe a Fredic Jameson:

"El pastiche es, como la parodia, la imitación de un estilo peculiar o único, idiosincrásico; es una máscara lingüística, hablar un lenguaje muerto; pero es una práctica neutral de esta mímica, no posee las segundas intenciones de la parodia; amputando su impulso satírico, carece de risa y de la convicción de que, junto a la lengua anormal que hemos tomado prestada por el momento, todavía existe una sana normalidad lingüística (...) El cine de la nostalgia ejemplifica ejemplifica todo el tema del pastiche, como parodia vacía, como estatua ciega; como referencia estética, tras la que se esconde el deseo desesperado de apropiarse de un pasado perdido. De esta forma, períodos generacionales se abren a la colonización estética, tal y como lo ilustra la recuperación estilística de los años treinta en Estados Unidos e Italia que llevan a cabo, respectivamente, Polanski en Chinatown y Bertolucci en El Conformista” (Teoría de la posmodernidad, 1996: 38-40).

En esta cita queda expresada agudamente la infertilidad del contenido de la película a la que se dedica la presente crítica. Fredic Jameson apunta una lógica que, en The Artist, se desarrolla hasta sus extremos máximos, taladrando la mesura prolífica de los citados Polanski y Bertolucci. Como consecuencia, no hay identificación posible. Lejanía fruto de una irrealidad resentida -quisiera no serlo, añora-, intolerable en tanto no se reconoce, en tanto pretende ser reflejo; actuar consecuentemente con su lógica, es lo que le falta.

Respecto al tono, el reflejar una experiencia dramática de manera jovial y lúdica resulta adecuado cuando el objetivo es la crítica irónica sobre algún aspecto social, pero no parece ser que ése sea el objetivo de The Artist: ha querido venderse como un juego, una invitación al disfrute del espectador presuponiendo a éste un sistema de placer fácil, cuando la práctica es bien diferente: la complejidad del espectador no se rinde tan fácilmente, no somos tontos. Una estética insulsa y apacible.


Sólo queda la esperanza de pensar que toda esta reiteración simplista y amorfamente lineal de -la perversión de- una idea que lleva a una insoportable ausencia de afinidad constituye, en el fondo, una forma intencional de crítica hacia el sistema de estudios y el star system de la época, esa época dorada; y por ello su asfixiante ubicuidad musical, dirigida a ridiculizar esa excelente voracidad del capitalismo avanzado que engorda -que vuelve a su favor- todo lo que intenta perjudicarle. Todo se convierte en mercancía, los productores de The Artist lo saben bien. Vaya clavo, cuán fácil atinarlo.

Ha de señalarse por último que la imitación se toma sus libertades: la realización no se corresponde para nada con el cine de finales de los veinte y principios de los treinta. Destaca el movimiento giratorio de cámara que toma desde una inclinación picada al protagonista sentado frente a un vaso y una botella de whisky, doblándose su imagen en el reflejo del cristal de la mesa; plano demasiado enrevesado para homenajear una estética fílmica clásica. También los encuadres torcidos de la escena en que George destruye sus celuloides.
  
No hemos aprendido nada. Eso parece -no es así, no somos tontos. Cuando la historia del cine universal, a lo largo del siglo XX, nos ha mostrado el avance y desarrollo de su propio lenguaje, desligándose de las pautas teatrales, independizándose de modelos de referencia ajenos hasta constituir una esencia particular única, ¿qué sentido tiene que se alaben –ha sido un éxito de crítica- en el siglo XXI esos cánones de antaño, esta alabanza hacia The Artist? Ni mucho menos se pretende con esta pregunta desvalorar al cine clásico, sino hacer mención a la independencia del cine para que precisamente no se desvalore su importancia crucial, obviando la aún interminable corriente de experimentación que caracteriza a lo fílmico.

En ello, en la alabanza, quedan ignorados el conjunto de autores cuyas innovaciones han hecho del cine un arte independiente sostenido por sí mismo. ¿Dónde está la enigmática impasibilidad de los personajes de Bresson, la fuerza desgarradora del sentido filosófico en lo aparentemente ignoto y la apuesta por el silencio como invitación a la mira? ¿No hemos aprendido nada? ¿Y los maestros? O bien, por no ceñirnos a uno entre mil estilos, y optando por autores franceses, ¿qué hay de la originalidad colorista de Alain Resnais, tan elástica como para contener a Hiroshima mon amour y a Las malas hierbas sin reventar sus fibras?

La alabanza a una película como The Artist porta implícito –créase probablemente no intencionado- un desprestigio a gran parte de los responsables de la riqueza maravillosa que conforma el cine, a su efervescente efusión creativa de belleza inagotable.