Si para Enrique González Macho, director de la academia española
de cine, una película como The
Artist es "lo mejor que
se ha hecho en los últimos treinta años", según dijo en su presentación en
el festival de cine de Sevilla, está claro que el concepto de originalidad está
a sus ojos más que trastornado: una historia simple, una historia de amor de lo más ñoña, caricaturesca y maníaca, contada en blanco y negro, vocalmente muda y sobrecargada de música. La
citada afirmación no solamente es exagerada, sino al completo inconsistente.
Quizás el verdadero reto hubiera sido tratar, bien una historia compleja, bien
una historia actual propia de nuestros días (e interpretadas en uno y otro caso
de manera contemporánea, sin recurrir a las expresiones teatrales) mediante
unos medios expresivos y técnicos del pasado; un reto que se hubiera propuesto
así extraer la esencia comunicativa del cine, en lugar de una muy vaga
imitación del cine de finales de los veinte y principio de los treinta: The
Artist imita su estética, no su organismo, no su sistema productivo. Ha
sido realizada con todas las comodidades del siglo XXI. Ni siquiera su
tonalidad blanca y negra y su ausencia de diálogo conforman un verdadero
homenaje: medios expresivos falseados, en tanto no son fruto de la técnica homenajeada, de filmar con la carencia de un sistema que capte el sonido y el color. El ¿cómo se hizo? será, si se distribuye, harto interesante para la
comparación de una y otra edad del cine.
1927, últimos momentos de apogeo del
cine mudo. Triunfo estelar del actor George
Valentin, protagonista masculino; le acompañan los últimos felices años veinte, previos a
su decaimiento profesional con la llegada del sonoro. El cantor de jazz (Aland Crosland, 1927), primera película sonora
hablada, marca el extremo del iceberg, el punto de inflexión a partir del cual
se extiende el deslizamiento.
Cansina, plana y
lineal son caracteres que se intuyen desde el principio, a pesar de que hasta
el final no se llega a corroborar su durabilidad imperecedera: uno/a está
expectante, alerta a un giro que sorprenda o a un final tan pasmoso que deje en
la mente materia digna de posterior reflexión e interrogamiento. Pero no. The Artist está férreamente condicionada –alienada-
por el seguimiento de un modelo y no por su propiedad, por sí misma: no tiene
ser, tiene forma. Un continuo estereotipo, inflado permanentemente sin
descanso. Persecución de un molde indistintamente, un molde rígido. Tan
indistintamente que lo da de sí, lo deforma: las películas del cine mudo de la
época eran más entretenidas, más inestables e imprevisibles, sus historias
aguardaban más matices y sus personajes eran más tambaleantes... Aunque fuera de Hollywood, recuérdese por ejemplo El amo de la casa (1925), dirigida por Dreyer, una película que trata muy tempranamente la violencia doméstica y cuyos personajes no son en absoluto cerrados... Se ha tomado el
molde al pie de la letra, pervirtiendo su apertura y malinterpretando sus
límites.
The Artist es un juego de continuas gesticulaciones
agradables por parte de los personajes, él y ella ambos muy bellos, todo
forzadamente avivado por una música en extremo reiterativa que crea un ritmo
permanente cuyo objetivo parece ser pactar con la comodidad gentil del
espectador pero que, por el contrario, no hace sino alejar: se desnaturaliza a
sí misma y no hay unión posible. Abruma, su monotonía -multifacética, no
solamente musical.
Las melodías, por otra
parte, son muy poco variadas. Una de ellas, me atrevería a decir que la
principal, la que inunda -entre otras- la escena en que aparece George rodeado de fans y de
flashes entre los cuales se encuentra su gran admiradora Peppy
Miller -quien logra entre apretones posar con él, antes de convertirse en
estrella femenina de la época dorada de los treinta-, esa melodía, se explota
hasta lo insaciable: no refleja qué ocurre en la imagen, no se conjuga ni va acorde a ella sino que se inserta en un plano desligado, paralelo y distanciado; una pared
metálica se interpone en medio: en el cine clásico la música generaba una respuesta emocional en el público, solía
corresponder con los actos representados en la imagen, trataba de realzar un sentimiento
u orientar significaciones. Aquí eso se ha esfumado, no se da una inserción natural de la música en el esquema fílmico, no hay la síntesis entre imagen, movimiento y música que propusieron compositores como Korngold; por ello resulta
artificial, una parodia que no hace ningún bien alusivo al verdadero cine de la
época: recurre a una estética, no a una esencia, y en ello se intuye una
actitud (moral) mercantilista: sí, ha logrado su objetivo, el taquillazo y el
peloteo en distintos festivales, los cinco Óscars y
los tres Globos de Oro, entre otros premios; la gran presencia mediática en
telediarios de medios cuya cobertura cinematográfica es de corte comercial y
que, sin embargo, han tratado de venderla como un filme pertenciente a una línea "vanguardista".
Zanjando el tema, el exceso de la música festiva, ya sea en una determinada situación que sí
la requiera, ya sea en otra cualquiera desprovista de correspondencia visual, resulta difícilmente soportable y ennubla
la abstracción de ideas. Otro ejemplo es la secuencia resumen de las distintas
iniciativas que pone en pie el protagonista para que su carrera no caiga en picado, creando él
mismo sus propias películas como guionista, director y actor de un cine mudo en proceso de extinción.
Llegado este punto se torna necesaria una precisión respecto al concepto de parodia, surgido a raíz del carácter superficial de la obra: resulta interesante intercambiarlo por el concepto de pastiche, más aplicable en lo que a cuestión ornamental se refiere. El intercambio se debe a Fredic Jameson:
Llegado este punto se torna necesaria una precisión respecto al concepto de parodia, surgido a raíz del carácter superficial de la obra: resulta interesante intercambiarlo por el concepto de pastiche, más aplicable en lo que a cuestión ornamental se refiere. El intercambio se debe a Fredic Jameson:
"El pastiche es,
como la parodia, la imitación de un estilo peculiar o único, idiosincrásico; es
una máscara lingüística, hablar un lenguaje muerto; pero es una práctica
neutral de esta mímica, no posee las segundas intenciones de la parodia;
amputando su impulso satírico, carece de risa y de la convicción de que, junto
a la lengua anormal que hemos tomado prestada por el momento, todavía existe
una sana normalidad lingüística (...) El cine de
la nostalgia ejemplifica ejemplifica todo el tema del pastiche, como parodia vacía, como estatua ciega; como referencia estética, tras la que se esconde el deseo
desesperado de apropiarse de un pasado perdido. De esta forma, períodos
generacionales se abren a la colonización estética, tal y como lo ilustra la
recuperación estilística de los años treinta en Estados Unidos e Italia que
llevan a cabo, respectivamente, Polanski en Chinatown
y Bertolucci en El Conformista” (Teoría de la posmodernidad,
1996: 38-40).
En esta cita queda expresada agudamente la infertilidad del contenido de la película a la que se dedica la presente crítica. Fredic Jameson apunta una lógica que, en The Artist, se desarrolla hasta sus extremos máximos, taladrando la mesura prolífica de los citados Polanski y Bertolucci. Como consecuencia, no hay identificación posible. Lejanía fruto de una irrealidad
resentida -quisiera no serlo, añora-, intolerable en tanto no se reconoce, en tanto pretende ser reflejo; actuar consecuentemente
con su lógica, es lo que le falta.
Respecto al tono, el reflejar una
experiencia dramática de manera jovial y lúdica resulta adecuado cuando el objetivo es la crítica irónica sobre algún aspecto social,
pero no parece ser que ése sea el objetivo de The Artist: ha querido venderse
como un juego, una invitación al disfrute del espectador presuponiendo a éste
un sistema de placer fácil, cuando la práctica es bien diferente: la
complejidad del espectador no se rinde tan fácilmente, no somos tontos. Una estética insulsa y apacible.
Sólo queda la esperanza de pensar que toda esta reiteración simplista y amorfamente lineal de -la perversión de- una idea que lleva a una insoportable ausencia de afinidad constituye, en el fondo, una forma intencional de crítica hacia el sistema de estudios y el star system de la época, esa época dorada; y por ello su asfixiante ubicuidad musical, dirigida a ridiculizar esa excelente voracidad del capitalismo avanzado que engorda -que vuelve a su favor- todo lo que intenta perjudicarle. Todo se convierte en mercancía, los productores de The Artist lo saben bien. Vaya clavo, cuán fácil atinarlo.
Sólo queda la esperanza de pensar que toda esta reiteración simplista y amorfamente lineal de -la perversión de- una idea que lleva a una insoportable ausencia de afinidad constituye, en el fondo, una forma intencional de crítica hacia el sistema de estudios y el star system de la época, esa época dorada; y por ello su asfixiante ubicuidad musical, dirigida a ridiculizar esa excelente voracidad del capitalismo avanzado que engorda -que vuelve a su favor- todo lo que intenta perjudicarle. Todo se convierte en mercancía, los productores de The Artist lo saben bien. Vaya clavo, cuán fácil atinarlo.
Ha de señalarse por último que la imitación se toma sus libertades: la realización no se
corresponde para nada con el cine de finales de los veinte y principios de los treinta. Destaca el movimiento giratorio de cámara que toma desde una
inclinación picada al protagonista sentado frente a un vaso y una botella de
whisky, doblándose su imagen en el reflejo del cristal de la mesa; plano demasiado
enrevesado para homenajear una estética fílmica clásica. También los encuadres
torcidos de la escena en que George destruye sus celuloides.
No hemos aprendido nada. Eso parece -no es así, no somos tontos. Cuando la
historia del cine universal, a lo largo del siglo XX, nos ha mostrado el avance
y desarrollo de su propio lenguaje, desligándose de las pautas teatrales, independizándose
de modelos de referencia ajenos hasta constituir una esencia particular única,
¿qué sentido tiene que se alaben –ha sido un éxito de crítica- en el siglo XXI esos
cánones de antaño, esta alabanza hacia The Artist? Ni mucho menos se pretende con
esta pregunta desvalorar al cine clásico, sino hacer mención a la
independencia del cine para que precisamente no se desvalore su importancia
crucial, obviando la aún interminable corriente de experimentación que caracteriza
a lo fílmico.
En ello, en la alabanza, quedan
ignorados el conjunto de autores cuyas innovaciones han hecho del cine un arte independiente
sostenido por sí mismo. ¿Dónde está la enigmática impasibilidad de los
personajes de Bresson, la fuerza desgarradora del sentido filosófico en lo aparentemente
ignoto y la apuesta por el silencio como invitación a la mira? ¿No hemos
aprendido nada? ¿Y los maestros? O bien, por no ceñirnos a uno entre mil
estilos, y optando por autores franceses, ¿qué hay de la originalidad colorista de Alain Resnais, tan elástica como para contener a Hiroshima mon amour y a Las
malas hierbas sin reventar sus fibras?
La alabanza a una
película como The Artist porta
implícito –créase probablemente no intencionado- un desprestigio a gran parte de los responsables de
la riqueza maravillosa que conforma el cine, a su efervescente efusión creativa
de belleza inagotable.