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domingo, 11 de marzo de 2012

Cisne negro (Darren Aronofsky, 2010)

Entiendo que a muchos no haya gustado esta película. Es, justamente, de esas que encantan u horrorizan. A mí, en particular, me ha fascinado. Es tan intensa, hay tanto movimiento, tanta acción justificada, que es imposible el descanso. Si te metes, te atrapa. Por completo.

No, evidentemente no es cómodo ni agradable sumergirse en una mente esquizofrénica. Ése es el pacto: o entras o te quedas fuera. Si entras, desaparece lo horrendo. La enfermedad está perfectamente mostrada, tanto que podría considerarse globalmente la película como un esquema, un modelo o una explicación del funcionamiento de la psicosis, paranoide.

El desdoblamiento de la personalidad, una vez captado, resta maldad a la que parecía tremendamente malvada. Sigue siendo maligna, en el fondo, pero no tanto, no es su papel en la trama. Su papel es el de recipiente: el de soportar el reflejo, la propia proyección de la protagonista en otro cuerpo. Porque su subconsciente, aun fresco y descarado, no puede decirle las cosas a la cara, desnudas, directamente.

Tendrá que avanzar la gravedad de los ataques para que Natalie -no recuerdo el nombre del personaje- compruebe que es ella misma el motor de sus golpes... la mano que mece los instrumentos de tortura -en efecto, la cuna estuvo envenenada desde un principio. La autora de las heridas.

Si, como contenido principal, prevalece la lucha contra una misma, el desdoblamiento de la personalidad escenifica, en segundo plano y brevemente, el deseo homosexual. Reveladora la escena de cama de Natalie y de la mala no tan mala: en un fugaz lapsus, la cara de esta última se transforma en la de Natalie, y entonces sabemos que la salida nocturna acabó mucho antes: estamos ya en la ficción, en la alucinación psicótica. La mala no tan mala estaría en ese momento carne con carne con quién sabe quién.

El trasfondo, genial, consecuente: como marco de referencia, toda una vida crecida junto a una madre frustrada, que aprieta insistentemente las tuercas a su hija para ser en ésta lo que ella en su juventud no pudo ser: la estrella. Y encima, le cuenta -y nos proporciona además una sensación muy extraña: medio a modo víctima pero a la vez medio a modo dulce eres lo más importante te quiero mi vida ¡mi dulce niña!- que su retirada de los espectáculos y la liberación de sus pies de esas opresoras zapatillas fue a causa de su embarazo, o sea, por su culpa. Toma ya. Qué perla. La guinda indiscutible del pastel. Ahí ahí se entiende todo:

El ansia de perfección de la protagonista, la exigencia a sí misma, el "me levanto, desayuno el medio pomelo y el huevo duro que ya me tiene preparado mi madre -joder-, me voy a entrenar, vuelvo a casita, me acuesto enseguida y entra mamá a darle marcha a la cajita de música, a mí, su dulce niña... y se acabó el día". Qué horror: una marioneta; una hija sin ser, una hija en la que se reencarna una madre para volver al pasado, para volver atrás y volver a vivir en otra su vida que ya vivió: ¡qué egoísmo, ah!

Te pones a sacar y no paras. La película es compleja, pero más que compleja, completa, llena hasta arriba: tres focos de atención, tres puntos en los que parar, tres lunas absorbentes por las que iluminar: esquizofrenia, proyección materna y, por último, corrupción.

La corrupción, el asqueroso mundo que purga tras el telón, las polillas envidiosas perforadoras del personal artístico, doble faz del espectáculo... El dinero, el estatus, el prestigio y el cargo como puertas de entrada a la satisfacción de lo más sucio, a la obtención -¿chantaje, sumisión o arrebato?- de aquello que sólo es bonito si se da naturalmente.

Al ser el ritmo tan rápido, y los contrastes tan bruscos pero a la vez continuos, marcando una misma línea a base de palos, te acabas adaptando a ese nivel de tensión y te es imposible salir de los ojos de la protagonista; una sola focalización, de tal forma que, al final, no sabes ni siquiera si los malos eran o no eran malos, o al menos qué papel venían a cumplir. Imposible verlos desde afuera. Estás inserto, completamente, en la percepción de Natalie. En sus dudas: ni idea de si aquel chulo que te metía mano en los ensayos y que al final del estreno te acaricia la cara y te dice "mi dulce niña" -la madre hasta en la sopa- es un cabrón o una especie de príncipe salvador que... ¿Intentaba sacar lo peor de ti por tu bien? Menudo plan estratégico. Ni idea.

La duda es la de ella y la de nosotros. La de una sensibilidad niña, frágil. Interrumpida, rota. La de una mente dividida en dos. La de dos yemas dentro de un mismo huevo luchando por exterminar una a la otra, por convertirse en carne cubierta de plumas, por obtener el papel de ave. ¿Negra? Y qué más da... si ella está en el fondo, por ahí abajo. Hasta que la rapen.

La estatuilla, Portman, se la merece.


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