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viernes, 10 de agosto de 2012

The Hunger (Tony Scott, 1983)


Existe. Si desean acercarse a esa experiencia por la cual la belleza se torna indescriptible, inabarcable en la palabra, deslumbrante y de delimitaciones blancas cuasi transparentemente permeables, ausente de rasgos radicales, ventaja a la rigidez de "lo inseguro adicto al grito" por miedo a su temblorosa inconsistencia; esa presencia universal, la cual nadie en su descripción coincide pero somos cegados en la comunión, en el intento, y esa misma ceguera comunica; si han conocido y desean reencontrarse con la matriz desnuda de la belleza, vean El ansia, precisamente para desprenderse del ansia que trata de dotar de clasificación a los significantes visuales. Busquen mensajes implícitos en la regulación de las formas materiales. Despréndanse del código, hay algo dentro. Afuera. Esto es, un conjunto. Fruto de la mano humana. Vivo en el otro. Somos, es posible. Existe, pues se ha representado.

Nunca he logrado comprender con claridad a qué se atiene el calificativo "de culto". Sólo sé que esta obra lo merece, lo recibe con una amplitud de seda, abultada de algodones: informe y adecuada. Precisa y evanescente. Obra de culto.

Resultaría una pérdida centrarse de manera prevaleciente en el argumento. La trama es sugerente, polisémica, poéticamente compleja y sencilla a la vez según la perspectiva de sus múltiples lados, con un trasfondo que interroga en lo fantástico y en lo científico; de final incomprensible -aunque calmado, quizás una invitación a lo reflexivo; no fruto de un nudo cuya complejidad torna elitista o selectiva a su posible asunción fluida, sino simplemente abierto, esto es, transitable-, o resolución libre según el sentido que se haya dado a la historia, una historia atractiva, cuando menos, pero al mismo nivel de estridencia valiosa que el resto de los elementos que conforman al film: ésta es una obra de arte total, que ha de ser -o se recomienda- acogida en conjunto, tanto es así que no "ha de ser", sino que inevitablemente sucede de tal forma. Uno/a queda, sin pretender anclar mi experiencia personal como rígida salida, fácilmente embriagado. Una materialidad que se difumina, extiende sus materiales y los vuelve plásticos, como una lava.

De la fotografía, qué no decir y cuánto no se escape o se bifurque en la palabra. No hay ni un sólo fotograma que no merezca el calificativo de bello, equilibrado, sereno, completo, medido, libre y proporcionado; artístico. Destaco aquel primer plano de perfil, en el que se ofrece el rostro semi tapado por un velo negro de Catherine Deneuve, o Miriam, atemporal vampira inmune en su elegancia a la sucesión de las épocas; inclinada mirada descendiente hacia abajo, hacia las teclas del piano sobre las que escenifica su luto, el fin de uno de sus tantos amantes, interpretado por David Bowie. Tras él, su próximo amante -o caza- será Sarah, una esbelta Susan Sarandon que desarrolla un papel inigualable en lo que a transmisión de inocencia se refiere. Como ven, el reparto, es otro de los motivos responsables de la grandeza del resultado, más que obra, halo.

La pasional mesura de la fotografía, oscura, de un filtro en cuya escala domina el azul, avivando el negro y ofreciendo mate a la luminosidad plata, unida a las desconcertantemente fabulosas pericias del montaje, torna evidente que Tony Scott y su equipo manejan con harta desenvuelta maestría aquello que en el imaginario entendemos por videoarte, impreciso concepto hasta que nuestra percepción se topa con la realidad a la que apunta, con la realidad a la que hasta entonces tan difusamente apuntaba el término. Sólo conociendo se conoce, reiteración que puede parecer evidente pero sin embargo pocas veces acaecida. Pues la palabra, ya se sabe, sólo apunta, desde lejos, a un referente no siempre palpado. Por lo que si la  presente neta aclamación que alaba a The Hunger pudiera ser tomada por el lector como exagerada, téngase en cuenta que el discurso sólo apunta; que no fijo, tan sólo me acerco -argumentando.

En relación a los citados recursos del montaje, destaca, por un lado, por un rechazo a la linealidad cronológica en algunas escenas, mezclando intermitentemente instantes posteriores y anteriores, montaje alterno que muestra a retazos simultáneamente distintas fases de una acción determinada; Miriam besa a Sarah mientras se intercalan fugaces ráfagas en las que la muerde, planos de Miriam vestida e incorporada sobre Sarah son interrumpidos por otros en los que aparece desnuda, de cara al techo y despeinada... Propone así The Hunger una lectura versátil y a veces parcialmente anticipada, puntadas de omnisciencia caduca y, verdaderamente, más que funcional, recreativa: estética que no respetando la linealidad de espacio y tiempo trata de dar cabida a un lenguaje que, prestando gran atención a la música, transmite por vía de lo abstracto sensaciones para las que aún no se han creado vocablos.

También son adelantados en ocasiones los diálogos, como en la visita de Miriam a la clínica, mientras camina por el pasillo escuchamos ya la conversación con el médico al que sus pies la dirigen. Y esto tratándose de un film en el que apenas hay diálogos, justa y mínima medida, pues realmente mayor cantidad resultaría innecesaria, tal es la fuerza expresiva de la imagen, la efectividad con la que se la trata, explotando al máximo sus posibilidades comunicativas: esto hace de The Hunger una inmersión sumamente agradable, aún siendo una película de terror, género que mayoritariamente trata de ofrecer al espectador tensión, inquietud, pesadillas, falsas pesadillas, de las que sabe que saldrá inmune -como el turista occidental en la India, que observa templado la pobreza sabiendo que saldrá, que no es suya-; ahí la clave del triunfo del género de terror y ahí en lo que se diferencia The Hunger, que toma la materia prima terrorífica y la pule de tal forma que nuestro paso sobre ella es suave, sedoso, de culto espiritual cuando no secretamente orgásmico por vía de la sublimación.

Por otro lado destaca el montaje por su cariz paciente y selectivo, huidizo del morbo, que evade lo desagradable; basta algún plano detalle de una pequeña incisión para comprender que un vampiro está sacrificando a su víctima; sucede por ello que no hay entereza, que nada se muestra en bruto y al completo, que todo es filtrado, todo es pulido: que hay una continua intención artística de principio a fin. Esta opción perforadora de la unión, la continuidad y la entereza que suprime lo que considera nimio o superfluo es además muy significativa por las solventes competencias que supone al espectador: éste no es un ente de pobre entendimiento que necesite recibir el mensaje por los machacados cauces de lo evidente, ni que necesite de la reiteración como si de una persona semi sorda a la que hubiera que gritar se tratara.

La banda sonora, por su parte, no es que sea un aliciente, sino una parte crucialmente integrante poseedora de una determinación perforadora: Léo Delibes, su ópera Lakmé (la fuerza que aporta el maravilloso "The Flower Duet" al romance de Miriam y Sarah); Bach y Schubert; Édouard Lalo y Maurice Ravel; entre otros, a través de contrastes que van del salmo Miserere Mei Deus de Gregorio Allegri a Funtime de Iggy Pop.

Algunos han visto en The Hunger una alegoría de la droga, desplomando la recreación vampírica hasta reducirla a ensoñación metáforica de sujetos de interiores agitados. Yo he optado por permanecer en lo que la película ofrece, o dejar guiarme por la forma concreta -lo de menos ya es de qué- que propone: Miriam es una vampiresa que vampiriza a sus amantes y la inmortadilidad de cada uno de ellos se hace esclava o depende del amor de Miriam; en cuanto el amor de ésta se esfuma, la inmortalidad del amante se convierte, fugazmente, en su contrario, en un proceso de envejecimiento repentino que puede llevarlo a la putrefacción en dos días -otro aspecto excelente, el maquillaje, cómo manipula y juega sobre las facciones de Bowie. Así sus sucesivos desenamoramientos implican inevitables desapariciones: un desamor que mata, que no permite al amante seguir viviendo y recuperarse de la pérdida redirigiendo su libido a otro objeto, sino que drástica e incontrolablemente desde Miriam se vierte un embrujo que lo esfuma -¿para que no sufra? 

Temple cristalizado. Ansia aguosa. Obra hipnótica.


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