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lunes, 6 de agosto de 2012

L'argent de poche (Truffaut, 1976)


"Unos dominios donde lo único fácil es la entrada", puntúa Luis Goytisolo en su obra Recuento (1973, perteneciente a la tetralogía Antagonía), en un intento de describir la vida. Y tal definición parece ser la desarrollada por Truffaut en L'argent de poche, donde un grupo de niños comienzan a experimentar las dificultades que caracterizan a tales dominios que agrupados conforman el concepto de vida.

Si en Los cuatrocientos golpes (1959) el autor francés optara por contraer el protagonismo individualmente a través de un sólo personaje portador del conjunto de sentimientos manifiestos, en L'argent de poche opta por un reparto coral donde cada personaje escenifica en sí mismo una faceta determinada, que vistas en conjunto podrían interpretarse como las distintas partes de un mismo ser ahora repartido en varios, esto es, sus múltiples caras. Así se observan personalidades bien diferenciadas en el grupo de niños que da vida a la obra: el ligón, el chistoso, el negociante, el enamoradizo... entre las niñas, la coqueta, su bolso o la vida.

Se aprecia además una notable diferencia de estética entre Los cuatrocientos golpes y L'argent de poche. Si bien en la primera el tono es eminentemente trágico, perceptible desde el inicio y cuya crudeza llega a ser máxima en el último fotograma del film, aquella imagen congelada que nos muestra la desolación contenida en el rostro del protagonista, captado en su carrera huidiza hacia el mar -hacia lo ignoto-, en L'argent de poche nos topamos con una serena estética documental que evade lo desagradable, sólo señalado sutilmente. Pero precisamente esa estética documental que trata de recrear situaciones verosímiles y de tornarlas naturalmente cercanas al espectador, no hace sino reiterar que se trata -tanto lo que se ve directamente como lo que no- de realidades, de circunstancias reales, que se han dado y que se dan en nuestros entornos inmediatos. Aunque alto grado se desolación transmite también el paseo nocturno de Julien, entre las barracas inertes... pero algo continúa actuando como elemento diferenciador, un sentido trágico más escurridizo, adaptándose al interior de quien lo protagoniza: Julien, un niño que no desea destacar entre los otros, que quiere pasar desapercibido.

Cada una de las citadas dificultades con las que empiezan a relacionarse los niños podría ser vista como uno de los puntos negros u obstáculos en los dominios de la vida. Así, las relaciones sentimentales, el dinero, siendo algunos puntos más negros que otros, en una escala de grises, como los problemas familiares: Patrick, cuya madre está ausente, debe cuidar de su padre, absolutamente inválido; Julien, sufre el brutal maltrato de su madre y de su abuela, dos brujas que bien se cuida Truffaut de mantener en espacio off hasta el final de la obra... ¿mesura o elegancia? Ambas.

A pesar de ser éstos unos dominios donde lo único fácil es la entrada, Truffaut embellece al nacimiento, a lo que colabora la espléndida música de Maurice Jaubert, dotándolo de un halo embriagador de esperanza -el profesor Richet con la cámara entre las manos, paralizado frente al parto de su hijo; vamos, ¡saque las fotos!, le insta la enfermera-, una esperanza en primer término en manos de los padres, directos responsables del cariz de las primeras experiencias del recién llegado: su futura relación con las mujeres dependerá de la que tenga con su madre, leerá entusiasmado el profesor y repetirá en voz alta dirigiéndose a su mujer, mientras amamanta a su hijo.

Esta primaria y honda capacidad escultora de los progenitores sobre el recién nacido -el barro- enlaza finalmente con una reflexión sobre la educación y los derechos del niño, a través del discurso que Jean-François Richet da a sus alumnos el último día de clase, previo a las vacaciones y posterior a la detención de los padres de Julien, quien queda en manos de los servicios sociales:

Un niño maltratado se siente siempre culpable, eso es lo abominable. De todas las injusticias de este mundo, maltratar a los niños es lo más repugnante, lo más odioso. El mundo no es justo ni lo será jamás, pero debemos luchar por la justicia. Es necesario, debemos hacerlo. Las cosas cambian y mejoran, pero no lo bastante rápido. Los gobiernos siempre dicen que no cederán ante las amenazas, pero es lo contrario: siempre ceden a la amenaza. Las mejoras sólo se consiguen exigiéndolas. Los adultos lo han comprendido y obtienen en la calle lo que se les niega en los despachos. Los adultos, si lo desean de verdad, pueden mejorar su vida, pueden mejorar su suerte. Pero a los niños siempre se les olvida. Ningún partido político se ocupa de los niños como Julien o como vosotros. Esto se debe a una cosa: los niños no son electores. Si tuvierais derecho a voto, podríais exigir más guarderías, más asistencia social, más de todo. Y lo obtendríais, porque les interesarían vuestros votos. Por ejemplo, el derecho a venir una hora más tarde en invierno, en lugar de venir todavía a oscuras.

Ser menor de edad no debería equivaler a ser vedado, más aún sobradamente documentada la insana crueldad de algunos adultos, casos que no conforman vano número. Profunda reflexión como para afirmar que éste es un filme en el que "no pasa nada" simplemente porque no tiene un esquema clásico, un argumento picudo con un principio y un final sobresalientes... No, es una obra que invita a la fusión humildemente, sin estridencias. A través de modelos. No captura; muestra, abre.

(...) Debido a una especie de desequilibrio, quienes tienen una infancia difícil están mejor preparados para ser adultos que quienes estuvieron muy protegidos y fueron muy queridos. Es una especie de ley de la compensación. La vida es dura pero bella, por eso nos aferramos a ella.

Por eso Patrick es un enamoradizo, cuya permanente deseo equipa de ilusión a su vida, y el mínimo acercamiento al deseo la dota de una capa de belleza que tienta al objetivo. 



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