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miércoles, 22 de agosto de 2012

La chamade (Alain Cavalier, 1968)

Durante los primeros minutos de esta obra muy probablemente el espectador se sienta turbado, dudoso, con la sospecha de situarse frente a un clásico relato romántico de convencional base rosa que a su vez implicara una suponible trama, rígidas estereotipaciones, esperadas caídas, equilibrios recuperados, alguna otra bajada, feliz resolución y aquí no ha pasado nada, oyes, te fijaste, qué bonita es la vida, qué tontos desperdiciarla con nuestros tontos sentimientos, nuestras bobas preguntas, vamos, ya ha pasado todo, amor mío.

Con lo cual se atraviesa al comienzo un terreno incierto que tienta a dar por finalizada la proyección, otra vez no, no tengo ganas. Afortunadamente tales arenas movedizas son pronto finitas y la perspectiva desde la que nos inclinamos a este film se retuerce por completo, tentando aún más, ahora hacia adelante. Un giro que torna cada detalle sugerente y alimenta parca aunque suficientemente una expectación que, por esta vía, se hace mansa, paciente y atenta a lo que en apariencia es vano y fútil, esto es, sin alejarse de la máxima según la cual la realidad resulta, a menudo, escalofriantemente cotidiana, capaz de sorprendernos desde aquella posición que a priori parecía tan conocida y transitada.

La chamade sorprende por la veracidad intrínseca de los sentimientos que trasmite, por la cercanía e universalidad de los mismos; lograr establecer entre el espectador y los personajes un proceso de identificación y comprensión que los une no en planos sino en harto complejos sentimientos, aunque comunes a todos en tanto se bifurcan entre la libertad y el compromiso, dos pesos de una balanza en la que la civilización, invariablemente, ha situado al hombre -el malestar de la cultura del que nos hablara Freud, el deber frente al impulso, el represor Superyó cohibiéndolo y como vigilante de su cautiverio un sentimiento de culpa acechantemente hambriento... recomendable no contar el número de tales deseos cautivos pues podría desembocarse en la vida como castigo u infierno.


Al tratarse de motivaciones complejas inexplicables incluso para el sujeto que las sufre, sorprende, pues, la capacidad para transmitir algo no del todo verbalizable, más bien intangible a través del lenguaje e imposible de recrear en la imagen... Sin acertar a vislumbrar cuál es su fórmula, seguramente ésta sea fruto de una conjugación de varios factores, cada uno de ellos de distinto origen y presentes en una justa aunque recóndita medida -¿cómo hallarla?-, que juntos logran situarnos ante una verdad, ser partícipes de ella como frente a un espejo: verdad en tanto la hemos vivido -ya sea en primera o en tercera persona-, aunque carezca de nombre, aunque pocas sean las obras que logren situarnos ante ella. Una propuesta de exteriorización.


De entre tales sentimientos eficazmente transmitidos destacan, básicamente, dos. Por un lado, la sensación de pertenencia, la conciencia de que exista -se trata sólo de una sensación- un lugar nuestro, un origen del que emanan los personales aunque enterrados criterios de la conveniencia, el binomio bondad-maldad ajustado a nuestra medida y circunstancias particulares, provenientes del entorno primario así como de los posteriores o secundarios que ofrecieron otras variantes. En el lado opuesto, la rebeldía como diferenciación, la necesidad de exploración -por lo general incontrolable-, de poner a prueba al propio yo; el riesgo, la adrenalina de estar transgrediendo algo, aunque -y cuesta reconocer esto- a menudo con un vibrante e injusto trasfondo de culpabilidad -por sutil que sea- o sentimiento de inadecuación que se mantiene más o menos tapado por vía de la negación o alguna de sus caras, como el orgullo. No necesariamente bajo preceptos religiosos, nuestro imaginario está plagado de "deberes" que tratan de atormentarnos. Es así que me atrevo a decir que la culpa, esté o no justificada, se sitúa en la espina dorsal del ser humano civilizado, en tanto ostenta una determinación inmensa sobre sus actos, en tanto es una sensación omnipresente, que pervive ya esté o no motivada: porque nos formó -la prohibición del incesto, como primera coherción, en el origen de la cultura- y nos forma.


Para extraer una posible estructura sobre la que se desarrolla La chamade podría trazarse un esquema analítico que adoptara la forma de triángulo, un triángulo del que sólo uno de sus tres ángulos está provisto de movilidad: en él se sitúa Lucile -maravillosamente interpretada por Catherine Deneuve-, que vaga entre dos hombres, dos ángulos. Uno representa el amor incondicional, de tez muy semejante al amor parental -bueno, a una parte de éste-, un resguardo para siempre, un hogar que sabe permanentemente abierto, para el que cuando desee habrá regreso. Otro representa el amor narcisista, que no ama al objeto amoroso por sí mismo sino por la satisfacción que éste puede aportarle, por el placer que éste puede darle, buscando por lo tanto el bien para sí mismo y no para el objeto amoroso al que supuestamente ama; pero en tanto su prioridad no sea el bien del objeto -resultando secundario frente al propio-, ni le reporte felicidad el bien del objeto sino tan solamente el propio, es fácil extraer que no ama al objeto sino que busca amarse a sí mismo a través del objeto.


Estas dos antagónicas formas de amar -una amando al objeto, otra amándose a sí mismo a través del amor recibido del objeto- están sin embargo camufladas por una capa material -el aspecto económico- que juega a distraer sobre su verdadera esencia, invitándonos a un proceso de descubrimiento y, sobre todo, de desprendimiento de prejuicios, de tipismos sociales: el amor incondicional es representado por Charles (Michel Piccoli), un hombre rico; el amor narcisista es representado Antoine (Roger Van Hool), un hombre de economía bastante media. A primera vista parece tratarse de la clásica -y cierta, por supuesto- moraleja "el dinero no da la felicidad", ejemplificada en el personaje de Lucile quien renuncia a todos los lujos de su vida junto a Charles al enamorarse de Antoine, siendo el hecho de que éste no pueda ofrecerle los lujos a los que estaba acostumbrada algo de nimia importancia, pues ella se sacrifica por amor y éste es el mayor tesoro. Sin embargo creo no precipitarme demasiado si afirmo que una de las pruebas de la agilidad con que la obra recrea los sentimientos y predisposiciones de los personajes es que esto no se lo cree nadie -ningún espectador, quiero decir-, todo resulta sospechoso: la sola mirada de Antoine, que no denota transparencia, al contrario, denota soberbia. No hay moraleja, y si la hubiera sería ésta: no creas en ninguna moraleja, sólo observa y juzga por ti mismo.


Revelador el guantazo de Antoine. Basada en una novela de Françoise Sagan -la chamade, la llamada, ¿de quién?-, la historia es fantástica. El mérito de Alain Cavalier y de su equipo no es menor: dotar de imagen a lo que carece de ella.


¿De quién? es una de las tantas preguntas efervescentes en la escena final, un primer plano de Lucile que la despoja hacia otro general conforme ella camina frente a cámara, portando la misma incógnita contenida en el rostro niño del último fotograma de Los cuatrocientos golpes: la imagen congelada del pavor. Pavor frente a la incertidumbre, frente a su asunción. La renuncia a comprender cómo funciona o debiera funcionar esto, la carencia de fórmulas para vivre la vie.


Lo ajeno: un espejo de verdad.



viernes, 10 de agosto de 2012

The Hunger (Tony Scott, 1983)


Existe. Si desean acercarse a esa experiencia por la cual la belleza se torna indescriptible, inabarcable en la palabra, deslumbrante y de delimitaciones blancas cuasi transparentemente permeables, ausente de rasgos radicales, ventaja a la rigidez de "lo inseguro adicto al grito" por miedo a su temblorosa inconsistencia; esa presencia universal, la cual nadie en su descripción coincide pero somos cegados en la comunión, en el intento, y esa misma ceguera comunica; si han conocido y desean reencontrarse con la matriz desnuda de la belleza, vean El ansia, precisamente para desprenderse del ansia que trata de dotar de clasificación a los significantes visuales. Busquen mensajes implícitos en la regulación de las formas materiales. Despréndanse del código, hay algo dentro. Afuera. Esto es, un conjunto. Fruto de la mano humana. Vivo en el otro. Somos, es posible. Existe, pues se ha representado.

Nunca he logrado comprender con claridad a qué se atiene el calificativo "de culto". Sólo sé que esta obra lo merece, lo recibe con una amplitud de seda, abultada de algodones: informe y adecuada. Precisa y evanescente. Obra de culto.

Resultaría una pérdida centrarse de manera prevaleciente en el argumento. La trama es sugerente, polisémica, poéticamente compleja y sencilla a la vez según la perspectiva de sus múltiples lados, con un trasfondo que interroga en lo fantástico y en lo científico; de final incomprensible -aunque calmado, quizás una invitación a lo reflexivo; no fruto de un nudo cuya complejidad torna elitista o selectiva a su posible asunción fluida, sino simplemente abierto, esto es, transitable-, o resolución libre según el sentido que se haya dado a la historia, una historia atractiva, cuando menos, pero al mismo nivel de estridencia valiosa que el resto de los elementos que conforman al film: ésta es una obra de arte total, que ha de ser -o se recomienda- acogida en conjunto, tanto es así que no "ha de ser", sino que inevitablemente sucede de tal forma. Uno/a queda, sin pretender anclar mi experiencia personal como rígida salida, fácilmente embriagado. Una materialidad que se difumina, extiende sus materiales y los vuelve plásticos, como una lava.

De la fotografía, qué no decir y cuánto no se escape o se bifurque en la palabra. No hay ni un sólo fotograma que no merezca el calificativo de bello, equilibrado, sereno, completo, medido, libre y proporcionado; artístico. Destaco aquel primer plano de perfil, en el que se ofrece el rostro semi tapado por un velo negro de Catherine Deneuve, o Miriam, atemporal vampira inmune en su elegancia a la sucesión de las épocas; inclinada mirada descendiente hacia abajo, hacia las teclas del piano sobre las que escenifica su luto, el fin de uno de sus tantos amantes, interpretado por David Bowie. Tras él, su próximo amante -o caza- será Sarah, una esbelta Susan Sarandon que desarrolla un papel inigualable en lo que a transmisión de inocencia se refiere. Como ven, el reparto, es otro de los motivos responsables de la grandeza del resultado, más que obra, halo.

La pasional mesura de la fotografía, oscura, de un filtro en cuya escala domina el azul, avivando el negro y ofreciendo mate a la luminosidad plata, unida a las desconcertantemente fabulosas pericias del montaje, torna evidente que Tony Scott y su equipo manejan con harta desenvuelta maestría aquello que en el imaginario entendemos por videoarte, impreciso concepto hasta que nuestra percepción se topa con la realidad a la que apunta, con la realidad a la que hasta entonces tan difusamente apuntaba el término. Sólo conociendo se conoce, reiteración que puede parecer evidente pero sin embargo pocas veces acaecida. Pues la palabra, ya se sabe, sólo apunta, desde lejos, a un referente no siempre palpado. Por lo que si la  presente neta aclamación que alaba a The Hunger pudiera ser tomada por el lector como exagerada, téngase en cuenta que el discurso sólo apunta; que no fijo, tan sólo me acerco -argumentando.

En relación a los citados recursos del montaje, destaca, por un lado, por un rechazo a la linealidad cronológica en algunas escenas, mezclando intermitentemente instantes posteriores y anteriores, montaje alterno que muestra a retazos simultáneamente distintas fases de una acción determinada; Miriam besa a Sarah mientras se intercalan fugaces ráfagas en las que la muerde, planos de Miriam vestida e incorporada sobre Sarah son interrumpidos por otros en los que aparece desnuda, de cara al techo y despeinada... Propone así The Hunger una lectura versátil y a veces parcialmente anticipada, puntadas de omnisciencia caduca y, verdaderamente, más que funcional, recreativa: estética que no respetando la linealidad de espacio y tiempo trata de dar cabida a un lenguaje que, prestando gran atención a la música, transmite por vía de lo abstracto sensaciones para las que aún no se han creado vocablos.

También son adelantados en ocasiones los diálogos, como en la visita de Miriam a la clínica, mientras camina por el pasillo escuchamos ya la conversación con el médico al que sus pies la dirigen. Y esto tratándose de un film en el que apenas hay diálogos, justa y mínima medida, pues realmente mayor cantidad resultaría innecesaria, tal es la fuerza expresiva de la imagen, la efectividad con la que se la trata, explotando al máximo sus posibilidades comunicativas: esto hace de The Hunger una inmersión sumamente agradable, aún siendo una película de terror, género que mayoritariamente trata de ofrecer al espectador tensión, inquietud, pesadillas, falsas pesadillas, de las que sabe que saldrá inmune -como el turista occidental en la India, que observa templado la pobreza sabiendo que saldrá, que no es suya-; ahí la clave del triunfo del género de terror y ahí en lo que se diferencia The Hunger, que toma la materia prima terrorífica y la pule de tal forma que nuestro paso sobre ella es suave, sedoso, de culto espiritual cuando no secretamente orgásmico por vía de la sublimación.

Por otro lado destaca el montaje por su cariz paciente y selectivo, huidizo del morbo, que evade lo desagradable; basta algún plano detalle de una pequeña incisión para comprender que un vampiro está sacrificando a su víctima; sucede por ello que no hay entereza, que nada se muestra en bruto y al completo, que todo es filtrado, todo es pulido: que hay una continua intención artística de principio a fin. Esta opción perforadora de la unión, la continuidad y la entereza que suprime lo que considera nimio o superfluo es además muy significativa por las solventes competencias que supone al espectador: éste no es un ente de pobre entendimiento que necesite recibir el mensaje por los machacados cauces de lo evidente, ni que necesite de la reiteración como si de una persona semi sorda a la que hubiera que gritar se tratara.

La banda sonora, por su parte, no es que sea un aliciente, sino una parte crucialmente integrante poseedora de una determinación perforadora: Léo Delibes, su ópera Lakmé (la fuerza que aporta el maravilloso "The Flower Duet" al romance de Miriam y Sarah); Bach y Schubert; Édouard Lalo y Maurice Ravel; entre otros, a través de contrastes que van del salmo Miserere Mei Deus de Gregorio Allegri a Funtime de Iggy Pop.

Algunos han visto en The Hunger una alegoría de la droga, desplomando la recreación vampírica hasta reducirla a ensoñación metáforica de sujetos de interiores agitados. Yo he optado por permanecer en lo que la película ofrece, o dejar guiarme por la forma concreta -lo de menos ya es de qué- que propone: Miriam es una vampiresa que vampiriza a sus amantes y la inmortadilidad de cada uno de ellos se hace esclava o depende del amor de Miriam; en cuanto el amor de ésta se esfuma, la inmortalidad del amante se convierte, fugazmente, en su contrario, en un proceso de envejecimiento repentino que puede llevarlo a la putrefacción en dos días -otro aspecto excelente, el maquillaje, cómo manipula y juega sobre las facciones de Bowie. Así sus sucesivos desenamoramientos implican inevitables desapariciones: un desamor que mata, que no permite al amante seguir viviendo y recuperarse de la pérdida redirigiendo su libido a otro objeto, sino que drástica e incontrolablemente desde Miriam se vierte un embrujo que lo esfuma -¿para que no sufra? 

Temple cristalizado. Ansia aguosa. Obra hipnótica.


lunes, 6 de agosto de 2012

L'argent de poche (Truffaut, 1976)


"Unos dominios donde lo único fácil es la entrada", puntúa Luis Goytisolo en su obra Recuento (1973, perteneciente a la tetralogía Antagonía), en un intento de describir la vida. Y tal definición parece ser la desarrollada por Truffaut en L'argent de poche, donde un grupo de niños comienzan a experimentar las dificultades que caracterizan a tales dominios que agrupados conforman el concepto de vida.

Si en Los cuatrocientos golpes (1959) el autor francés optara por contraer el protagonismo individualmente a través de un sólo personaje portador del conjunto de sentimientos manifiestos, en L'argent de poche opta por un reparto coral donde cada personaje escenifica en sí mismo una faceta determinada, que vistas en conjunto podrían interpretarse como las distintas partes de un mismo ser ahora repartido en varios, esto es, sus múltiples caras. Así se observan personalidades bien diferenciadas en el grupo de niños que da vida a la obra: el ligón, el chistoso, el negociante, el enamoradizo... entre las niñas, la coqueta, su bolso o la vida.

Se aprecia además una notable diferencia de estética entre Los cuatrocientos golpes y L'argent de poche. Si bien en la primera el tono es eminentemente trágico, perceptible desde el inicio y cuya crudeza llega a ser máxima en el último fotograma del film, aquella imagen congelada que nos muestra la desolación contenida en el rostro del protagonista, captado en su carrera huidiza hacia el mar -hacia lo ignoto-, en L'argent de poche nos topamos con una serena estética documental que evade lo desagradable, sólo señalado sutilmente. Pero precisamente esa estética documental que trata de recrear situaciones verosímiles y de tornarlas naturalmente cercanas al espectador, no hace sino reiterar que se trata -tanto lo que se ve directamente como lo que no- de realidades, de circunstancias reales, que se han dado y que se dan en nuestros entornos inmediatos. Aunque alto grado se desolación transmite también el paseo nocturno de Julien, entre las barracas inertes... pero algo continúa actuando como elemento diferenciador, un sentido trágico más escurridizo, adaptándose al interior de quien lo protagoniza: Julien, un niño que no desea destacar entre los otros, que quiere pasar desapercibido.

Cada una de las citadas dificultades con las que empiezan a relacionarse los niños podría ser vista como uno de los puntos negros u obstáculos en los dominios de la vida. Así, las relaciones sentimentales, el dinero, siendo algunos puntos más negros que otros, en una escala de grises, como los problemas familiares: Patrick, cuya madre está ausente, debe cuidar de su padre, absolutamente inválido; Julien, sufre el brutal maltrato de su madre y de su abuela, dos brujas que bien se cuida Truffaut de mantener en espacio off hasta el final de la obra... ¿mesura o elegancia? Ambas.

A pesar de ser éstos unos dominios donde lo único fácil es la entrada, Truffaut embellece al nacimiento, a lo que colabora la espléndida música de Maurice Jaubert, dotándolo de un halo embriagador de esperanza -el profesor Richet con la cámara entre las manos, paralizado frente al parto de su hijo; vamos, ¡saque las fotos!, le insta la enfermera-, una esperanza en primer término en manos de los padres, directos responsables del cariz de las primeras experiencias del recién llegado: su futura relación con las mujeres dependerá de la que tenga con su madre, leerá entusiasmado el profesor y repetirá en voz alta dirigiéndose a su mujer, mientras amamanta a su hijo.

Esta primaria y honda capacidad escultora de los progenitores sobre el recién nacido -el barro- enlaza finalmente con una reflexión sobre la educación y los derechos del niño, a través del discurso que Jean-François Richet da a sus alumnos el último día de clase, previo a las vacaciones y posterior a la detención de los padres de Julien, quien queda en manos de los servicios sociales:

Un niño maltratado se siente siempre culpable, eso es lo abominable. De todas las injusticias de este mundo, maltratar a los niños es lo más repugnante, lo más odioso. El mundo no es justo ni lo será jamás, pero debemos luchar por la justicia. Es necesario, debemos hacerlo. Las cosas cambian y mejoran, pero no lo bastante rápido. Los gobiernos siempre dicen que no cederán ante las amenazas, pero es lo contrario: siempre ceden a la amenaza. Las mejoras sólo se consiguen exigiéndolas. Los adultos lo han comprendido y obtienen en la calle lo que se les niega en los despachos. Los adultos, si lo desean de verdad, pueden mejorar su vida, pueden mejorar su suerte. Pero a los niños siempre se les olvida. Ningún partido político se ocupa de los niños como Julien o como vosotros. Esto se debe a una cosa: los niños no son electores. Si tuvierais derecho a voto, podríais exigir más guarderías, más asistencia social, más de todo. Y lo obtendríais, porque les interesarían vuestros votos. Por ejemplo, el derecho a venir una hora más tarde en invierno, en lugar de venir todavía a oscuras.

Ser menor de edad no debería equivaler a ser vedado, más aún sobradamente documentada la insana crueldad de algunos adultos, casos que no conforman vano número. Profunda reflexión como para afirmar que éste es un filme en el que "no pasa nada" simplemente porque no tiene un esquema clásico, un argumento picudo con un principio y un final sobresalientes... No, es una obra que invita a la fusión humildemente, sin estridencias. A través de modelos. No captura; muestra, abre.

(...) Debido a una especie de desequilibrio, quienes tienen una infancia difícil están mejor preparados para ser adultos que quienes estuvieron muy protegidos y fueron muy queridos. Es una especie de ley de la compensación. La vida es dura pero bella, por eso nos aferramos a ella.

Por eso Patrick es un enamoradizo, cuya permanente deseo equipa de ilusión a su vida, y el mínimo acercamiento al deseo la dota de una capa de belleza que tienta al objetivo.