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viernes, 30 de marzo de 2012

La clase (Laurent Cantet, 2008)

El oficio de profesor puede reportar grandes satisfacciones aunque con frecuencia resulta una profesión compleja, incierta y desconcertante si los propósitos se ven continuamente frustrados o las expectativas previas son situadas a un nivel en exceso alto. Cada vez son más las personas coincidentes en que la labor de transmisión de conocimiento y de formación académica debería, idealmente, tomar la formar de una relación entre iguales, pero son muchas las incoherencias e inseguridades que se plantean al docente partidario de establecer este modelo y a los alumnos que tratan de aceptarlo: se tornan difusas las pautas del respeto. Prueba de los riesgos de este acercamiento del docente al alumnado, de esta supresión de la clásica tarima que lo alzaba y proporcionaba una perspectiva de superioridad imponente, es el polémico debate suscitado en la actualidad en torno a la figura del profesor, figura cuyo valor se ha visto rebajado, empequeñecido hasta tal punto de ser cuestionada su autoridad por parte de los padres -llegando en algunos casos a las manos en defensa de los hijos- y de la necesidad de reconocer su relevancia social protegiendo institucionalmente su labor a través de iniciativas públicas.

No obstante su todavía defectuoso establecimiento, frente al cual se reflexiona con el fin de que pueda en un futuro desarrollarse adecuadamente paliando sus consecuencias negativas, la balanza se inclina hacia el modelo bidireccional de enseñanza: está más que cuestionado el modelo de enseñanza autoritaria, se ha establecido un consenso en torno a los aspectos negativos de este modelo de comunicación unidireccional y castrador, que no da cabida al intercambio de visiones ni por tanto al cuestionamiento y reflexión abierta de los alumnos respecto a los temas tratados. No podría esperarse de una enseñanza tal un posible enriquecimiento personal fruto de una retroalimentación fluida aunque guiada, atenta a la voz del profesor como fuente primaria de información y criterio argumentativo.

Esa comunicación dialógica es la que persigue François, profesor de lengua en un instituto francés, tutor de un grupo de adolescentes poco concienciados frente a la determinación futura que la formación puede tener en sus vidas, desmotivados respecto al sistema educativo y desconfiados frente a sus instructores. Puede considerarse por ello que en el centro de las disputas surgidas en la clase no reside un enfrentamiento entre profesor y alumnos, entre personas, sino un enfrentamiento entre predisposiciones. A partir de la consideración del concepto clave de predisposición como palanca  podría desarrollarse una asimilación interpretativa que aportara un marco de comprensión al conflicto. Dos palancas cuyo impulso es contrario.

No hablar de personas sino de predisposiciones implica observar al individuo como conjunto, concreción de un todo que lo condiciona; situarse un paso atrás, considerar el medio del que se procede, adoptar una visión social en la que el contexto primario formativo -a nivel familiar, geográfico, económico- sea un aspecto férreo a tener en cuenta. Somos sociales, no sujetos a la absoluta libre elección: ésta está condicionada, movida por múltiples hilos; su pureza no existe. No se trata de negar al completo lo personal, la parcela de individualidad esencial, sino de entender que esta independencia por la cual se deja de ser masa fácilmente influenciable se establece en la madurez, después de largo tiempo de prueba y tanteo de diversas personalidades y formas de vida, de conocimiento e inclinación hacia una actitud coherente con la posición que se ha de ocupar en el mundo. No es éste el caso de los adolescentes, quienes se encuentran en el cruce de arenas movedizas.

Observando a cada alumno de la clase podría intuirse el tipo de ambiente familiar del que procede, el valor que se otorga en él a la educación, si la situación económica laboral de los padres es proclive al fomento del estudio del hijo, si les permite prestar atención y tiempo a este aspecto... Cada actitud porta una huella, representa un contexto. Ahí reside la dificultad: François no se enfrenta a personas sino a realidades. La profundidad de campo de su objetivo se agranda, la perspectiva mediante la cual ha de plantearse la estrategia de cambio se alarga hacia adelante, tras la espalda del alumno que te mira de frente. Realidades que generan predisposiciones. La desesperación a la que François acaba cediendo es lógica: él no puede cambiar realidades, sólo puede reorientar las predisposiciones. Pero éstas continuarán ligadas a tales realidades, por lo tanto su estado líquido, de debilidad, permanece: pueden volver fácilmente a sus puestos, al arraigo previo. François observa de esta manera cómo los avances progresan y retroceden, continuamente, en una línea de inseguridad e incertidumbre que no corresponde a su esfuerzo.

Ese estado de tensión que en momentos críticos puede llegar al sinsentido y esa paciencia a punto de estallar bloqueada en la irresolución del conflicto entre ser cercano y ser respetado son transmitidos intensa y precisamente por la película. No narra, hace sentir. Directamente nos sumerge allí, asistimos no como espectadores sino como un alumno más: estamos dentro de la clase -la mayor presencia de planos cerrados que de generales ayuda a ello-, sentados en uno de los pupitres viviendo en primera persona la experiencia. Tanto es así que habrá momentos en que la identificación se sitúe más inclinada hacia François y otros más inclinada hacia los adolescentes, por la fuerza y eficacia con que se recrean las personalidades y actitudes, cada una de las cuales se defiende a sí misma para ser la elegida como espectatorial punto de vista.

Ello se logra con un inteligente uso del tiempo escena, recurso fundamental en el conjunto de la película: cada escena abarca un debate o conflicto surgido en clase, y tales discusiones se muestran al completo, de principio a fin sin interrupción, coincidiendo duración de la historia y duración del discurso; estamos allí, no sufrimos elipsis dirigidas a agilizar los hechos o resumir la acción eludiendo tal o cual componente; no hay guía, por tanto, estamos allí, no hay mediación, mano que recorte.

Respecto al espacio ha de destacarse su unicidad, el único escenario es el instituto y dentro de él predomina absolutamente la clase de François. El propio título original lo señala: Entre les murs. No traspasar las fronteras del recinto eludiendo qué ocurre más allá de ellas puede considerarse una invitación a reflexionar sobre lo que aquí se ha considerado concepto clave: las predisposiciones. Interrogarlas, forzar nuestra curiosidad hasta el qué motiva, qué los hace, de dónde y cómo vienen. Somos sociales.

Por establecer una analogía parece lógico que esta película nos remita a otra gran obra de la cinematografía francesa, par que refleja un fructífero interés por los contextos sociales que influyen en lo educativo: Hoy empieza todo (1999) de Bertrand Tavernier, si bien centrada en la educación infantil, apuesta por reflejar cómo el desarrollo del sistema de educación pública no debe circunscribrirse a profesorado y centros, sino abarcar las condiciones económico-sociales que sostienen a sus beneficiarios.



lunes, 26 de marzo de 2012

El niño de la bicicleta (Dardenne, 2011)

Nuestros ojos se han tornado inútiles, el sistema de visión humana resulta deficiente. Necesitamos nuevos orificios por los que irradie claridad suficiente para observar, reparar en los detalles, distinguir trazos, establecer analogías y contrastes: conocer.

Ahí está el cine para brindarnos esa nueva capa de limpieza por la que pueda transmitirse lo real mediante el respeto, desde una interpretación que parta de una documentación rigurosa, de manera fiel y con criterio. No basta saber que esto y aquello existe, hay que verlo. Hay que presenciarlo, asimilarlo, sentirlo. Entonces no sólo sabremos que esa realidad existe, sino que sabremos cómo, sentiremos su textura. Sabremos que es agria.

Una realidad absolutamente habitual en nuestros días: el divorcio. Sabemos que existe, que se da, que está aceptado socialmente y que, aún con diferentes grados, resulta doloroso, especialmente para los hijos. Pues bien, en general sabemos, pero sólo sabemos, quienes conocen realmente son las personas que lo han vivido, que han sido protagonistas de tal hecho. Los que no, sabemos su existencia pero nos es algo extraño, de un interior desconocido. Ahí está el cine para suplir esta carencia, para investigar, reproducir, identificar y emocionar: Nader y Simin, una separación (Asghar Farhadi, 2011), puede tomarse como un evidente ejemplo de esta feroz y prolífica línea realista, que no necesariamente busca trasmitir aspectos negativos pero cuyo compromiso social le lleva irremediablemente a la denuncia. Línea no carente de variedad y riqueza, véase en este sentido Las horas del día (2003) o La soledad (2007), ambas dirigidas por Jaime Rosales y cuyo realismo quizás no esté tanto en lo que cuenta como en la forma radical mediante la que lo cuenta, que más que narrar hace sentir y transmitir sensaciones a las que a menudo no acertamos a poner nombre, y que exige de nosotros una participación activa, una involucración total en la adaptación a un lenguaje de austeridad, reducción e impasible evidencia. Asghar Farhadi, por su parte, maneja como un mago los mecanismos de la intensidad hasta tal punto de atraparte y lograr introducirte en la piel de una adolescente a la que se le presenta -mediatizada por otras complicaciones de igual corte cotidiano- una injusta disyuntiva: elegir entre su padre y su madre. La intensidad con que se trasnmite la impotencia es máxima, prueba de ello es que no asistimos a la resolución de tal conflicto, por lo que se traduce que el mensaje final es la imposibilidad, la incapacidad resolutiva para una mente que no puede comprender, obligada a razonar fríamente en un estado de indignación.

Ineludiblemente destacables en esta férrea tendencia a recrear parcelas de la realidad a menudo marginadas son los hermanos Dardenne. En particular tratan de reflejar los conflictos que caracterizan la vida de niños y de jóvenes en contexto de exclusión social, en más de una ocasión mediante el problema del maltrato o abandono por parte de los padres, tema que puede adoptar infinitas formas como el alcoholismo depresivo (Rosetta, 1999) o la explotación laboral (La promesa, 1996) o la inmadurez delictiva (El niño, 2005). Formalmente se ajustan a una estética documental que permite el libre posicionamiento del espectador, huyendo de incitaciones hacia un determinado absoluto o saturación concreta de un sentido.

El niño de la bicicleta confirma la coherencia de esta trayectoria y la solidez de la autenticidad del cine de los Dardenne, perfectamente identificables en su estilo. No es exagerado afirmar que son, probablemente, dos de los cineastas actuales cuya huella propia se manifiesta más pronunciada. De nuevo en ella el abandono, vientre que engendra el tema de la adopción y cuyo tratamiento como conflicto dramático es a su vez motivado por un conflicto menor, de manera metonímica: la búsqueda de una bicicleta, que es la búsqueda de un padre.

Significativa resulta la subyacente contraposición que se establece entra la realidad y la ficción, que mantiene a Cyril aferrado a una causa: ser sujeto activo de su realidad, manejar las riendas de su vida. Dejar de sentirse una marioneta, dependiente de la voluntad -la dejadez- de su padre, que lo lleva a un centro de acogida, y luego de las normas de este lugar, donde se le reduce aún más la independencia en tanto aumenta el control y su destino se plantea como un ir de aquí para allá sin certidumbre. Este empeño se observa cuando responde a una pregunta de Samantha -quien le acoge los fines de semana- relativa a las aspiraciones del chico, en el coche: Yo no sueño. Pero sobre todo cuando se niega a ir al cine con el hijo de una vecina de Samantha, un chico de su misma edad al que sí le entusiasma la idea de ir al cine e intenta animar a Cyril argumentando que incluso será en 3D... A diferencia de Cyril, el joven vecino no tiene la necesidad de dar un giro a su realidad práctica, de actuar decididamente en su vida para cambiar un estado de cosas que no le satisface, y puede relajarse en un mundo de fantasías y sueños, recrearse en el ocio de otra realidad, disfrutar del paisaje que les ofrece el cine, el cual no exige de nosotros ser partícipes de primer orden, protagonistas actuantes.

Increíble papel, por otra parte, el representado por Samantha, que refleja maravillosamente el esfuerzo y la paciencia a la que se enfrentan algunos padres y madres de acogida, asumiendo una tarea nunca fácil: la aceptación y simpatía de un ser en proceso de crecimiento, condicionado probablemente por un precario estado afectivo y una lógica desconfianza.

Un detalle final a resaltar: la confianza en sí mismos que se intuye en esta última obra de Jean-Pierre y Luc Dardenne, palpable en la ausencia de primeros planos y en la medida mínimamente justa de presencia musical, prescindiendo de un abusivo recurso de elementos narrativos dirigido a una vía de expresión pretenciosa, reiterativa e insistente: dudosa de su capacidad.


viernes, 23 de marzo de 2012

Adaptation (Spike Jonze, 2002)

Una película de ficción basada en la no ficción, en una serie de hechos acaecidos realmente y vivenciados de una forma determinada -ahí la ficción- por un personaje que posteriormente los materializa en obra artística (novela) y ésta a su vez es experimentada por otro que ha de materializarla en otra obra artística (guión) incluyéndose a sí mismo y a su experiencia durante el proceso creativo de adaptación, lo que va agregando nuevas líneas de acción a la base -por cierto, ¿cuál era?-, al estilo muñeca rusa, en un proceso de reinvención continuo: en cada paso a una muñeca mayor se cuela una nueva historia -la del cómo se desarrolló el transporte, qué pasó durante el tiempo en el que se fraguaba la adaptación-, que ha de ser incluida en la obra subsiguiente.

Son tres las historias, dos las reinterpretaciones: la infraestructura o base es la variopinta existencia del cazador de orquídeas John Leroche, gran conocedor de las distintas variantes de la flor, quien desarrolla una actitud poética que cubre de magia a la orquídea y la eleva como símbolo de pasión, motivo de arraigo a la vida; la primera reinterpretación y segunda historia o capa es la que desencadena la periodista Susan Orlean, interesada en investigar el caso de Leroche, lo que la lleva a acercarse a su figura para conocer más de su persona entablándose entre ambos una relación íntima que también quedará reflejada en su novela, resultando ésta una narración de la manera en que Susan hubo de documentarse junto al propio John Leroche para escribir una obra basada en el ladrón de orquídeas pero que finalmente será una obra basada en ambos, en ladrón y periodista; la segunda reinterpretación y tercera historia o capa es el caótico proceso de adaptación de esta novela que emprende el guionista Charlie Kaufman, quien al igual que Susan, en el intento de conocer más fielmente a sus personajes -después compañeros de reparto- interacciona con ellos creando a la par una nueva historia.

Si esta estructura en espiral y este contenido que muda de piel y se rejuvenece aportan ya sobrada complejidad aún aguarda un detalle que retuerce más la obra, del que el espectador toma conciencia tardíamente, ya en la fase crítica, cuando el atolondrado guionista, paralizado en su proceso creador, se plantea introducirse en el relato (argumenta que sólo puede escribir sobre sí mismo, por lo que debe hacer en parte suya la historia). Entonces se disparan todas las sospechas: éste tío está escribiendo en mis narices.

Asistimos al proceso creador de la película porque tal proceso es la trama, la trama macroestructural, la que engloba a las individuales. Una película espejo, que se mira a sí misma y observa su crecimiento. De esta forma Charlie Kaufman desarrolla un continuo acto perlocutivo, en tanto su batalla en el acto de escribir el guión es la obra misma; escribe e ilustra a la par. Vive y pone en escena, eclipsando las barreras entre uno y otro ámbito.

A pesar de lo enrevesado de esta triple historia cabe incluso dudar de que sea éste un relato de ficción, puesto que sus personajes son reales y quién sabe -no lo sabremos nunca- si las relaciones entre ellos no se desarrollaron tal y como escenifica la película: John Leroche existe, Susan Orlean y su novela (El ladrón de orquídeas) existen y, como no, este original guionista existe... Charlie Kaufman se interroga, ejerce un ejercicio narcisista quizás para reírse de sí mismo, quizás para mirarse desde fuera vertiéndose en el cuerpo de otro, en el de Nicolas Cage. O para vivir doblemente, como su propio personaje a cuyo fiel retrato se le ha sumado una dosis de irrealidad: un hermano gemelo inexistente en la práctica, en la vida real, y puede que también en la de la película, funcionando como álter ego alucinatorio del Charlie Kaufman fílmico. En todo caso, viva doblemente o no el guionista de mentira, él sí funciona innegablemente como álter ego del Charlie Kaufman de verdad. Esto es un lío.

Realidad ficcionalizada, el reverso del "toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son" de Calderón de la Barca: en Adaptation el sueño es corpóreo, la ficción testimonio.


viernes, 16 de marzo de 2012

Ana y los lobos (Carlos Saura, 1972)

Una bofetada genérica. Así podría abstraerse esta película. Empecemos por el contenido. Después la estructura, o la dirección del guantazo.

Ana (Geraldine Chaplin) es contratada como institutriz interina -ahí su tumba- encargada de tres niñas cuyo hábitat es un caserón, inserto en una tierra seca y áspera, tejido amarillo apto a prenderse. Dentro de él una abuela, una madre en parte ausente -al menos durante la película-, un padre y dos tíos; es decir, tres hermanos, hijos de la abuela de las niñas, y una nuera. Esto es, ¿una familia? Sí, una familia, nadie dijo que debiera ésta ser espacio empático de refugio: Juan, padre de las niñas, es un obseso del sexo; José, un pobre acomplejado que se tapa en lo autoritario; Fernando, un loco místico al que cuesta distinguir entre las muñecas de verdad y las de mentira. Una masculinidad de lujo, un trío de estridencia estereotípica.

Sin justificar en ninguna medida las extremas personalidades de este trío, la abuela, madre de éstos, parece haber tenido algún grado de determinación en ellas: según le cuenta a Ana, a José lo estuvieron vistiendo de niña hasta la primera comunión, ya que el padre había deseado descendencia femenina. Disfrazar a un niño y negar su identidad no es precisamente lo que suele entenderse por educación saludable. Ahí un preludio sugerido en la película que aporta un cierto marco de comprensión al ambiente perturbado representando través de la ventana a la que nos asoma el espacio fílmico: caemos en ella como al nacer, partiendo de la oscuridad absoluta; no se contextualiza al espectador, no hay antes y después, de ahí la incógnita relativa al porqué de la constitución madura de estas personalidades -entre otras preguntas curiosas, como a qué se debe el hecho de que los tres hijos, más que mayores, vivan con su madre, siendo al parecer dependientes de ella económicamente, pues respecto al trabajo no hay referencia alguna. Tres lobos, tres lobos cachorros amparados en la ferocidad nutricia y defensiva de su madre; tres lobos cachorros incapaces y ante ello acomodados, conformistas.

Una vez presentados los personajes, algo que sucede de golpe -José acude de inmediato a la habitación de Ana a pedirle la documentación, Juan se cuela en ella la noche misma de su llegada y a Fernando se le aprecia cubierto de un halo infantil sospechoso- , la acción, dividida en tres ejes correspondientes a cada uno de los tres hermanos, tiene como objetivo la argumentación demostrativa de nuestras primeras impresiones respecto a la psicología lobuna. Ésa es la trama básica, la austeridad del enunciador a favor de la sensación de naturalidad y de libre albedrío otorgado a los lobunos como trampa que delata, guiados por las pautas finalmente frustradas de lo que se supone un comportamiento socializado: Ana como punto central, como sol alrededor del cual giran tres planetas infernales, privados de paraíso. Sin embargo este infierno interno no se da a conocer seriamente, a la intuición de sus llamas no acompaña la certeza debido a la capa de ternura que los tiñe durante casi la totalidad de la película: los tres hermanos, trío antagonista, están insertos en la mentira. Prueba de ello es la inocencia con la que los ve Ana, manifestada cuando le dice a Fernando, en la cueva en la que éste a decidido aislarse, Juan quiere llevarme a la cama y José que le ponga los trajes (militares)... ¿Y tú, qué quieres de mí?, pregunta a Fernando, cuyo deseo inclasificable -cortarle el pelo- no hace sino mantenerlo indefinido, a diferencia del fuerte trazado que delimita a sus hermanos.

Llevarme a la cama y que le ponga los trajes es la versión suavizada y metonímica de las intenciones verdaderas. Los lobos se mantienen continuamente apagando sus llamas: desarrollan un proceso de acoso desfigurado respecto a su tono lógico, al adoptar éste la forma de broma, ridiculizándose las bestias a sí mismas, mostrándose torpes e indefensas, en el intento de crear en Ana un sentimiento de compasión y dulzura. De esta forma todo lo expuesto se desarrolla en clave de comedia, nada parece serio frente a un tipo que se crece orgásmicamente al ponerse un traje militar, otro que falsea cartas eróticas y las envía a una persona que convive en su misma casa y otro que dice levitar. Más ridículo aún si la madre de éstos es interpretada por Rafaela Aparicio, actriz fundamental de la comedia cinematográfica española, hasta tal punto remitente de este género que su personaje traspasa públicamente a su persona, pareciendo interpretar siempre el mismo papel en cualquier obra. Como el espectador, Ana llegará a creerlos simplemente inmaduros, estableciéndose un proceso de acercamiento y confianza. Para los lobos esto no parece ser más que un juego, competitividad ociosa contra el aburrimiento del borrego -rivalidad aparente por la presa, pues bajo ella subyace un pacto.

Sin el análisis del contenido, en tanto sustento genérico, hubiera resultado complicado la abstracción de la estructura. Ahora parece adecuado señalar que esta película desarrolla como variación estructural lo que en narrativa audiovisual se entiende por inversión (el paso de A a -A), habitual en los finales sorpresa: Ana parte de la casa, el camino de Ana parece ir a constituir el final, cerrar el relato mediante unos planos muy parecidos a los de su apertura, a los de su llegada a la casa... Suposición que se rompe al reaparecer corriendo los tres lobos, que toman a Ana por detrás para cumplir al fin sus deseos: no llevarla a la cama, sino violarla, por parte de Juan; cortarle el pelo, por parte de Fernando -aquí el único auténtico, persistente en sus motivaciones-; y pegarle un tiro, por parte de José, sin el amparo de un traje.

A parte del evidente giro radical dado a la historia tiene lugar un cambio de género que descoloca, de la comedia al drama absoluto, tal la dirección del guantazo: la desnudez y la frialdad con la que se desarrolla esta escena final, el despojamiento total de los papeles antes interpretados por parte de los hermanos, limpios ahora de toda emoción, como máquinas, hace que ni siquiera parezcan actores. Se adopta la forma del drama más realista, una estética documental que se alza como esencia, como verdad. El hecho de que este desvelamiento no suceda de manera progresiva, sino brutal, torna el giro más puntiagudo, como una esquina al otro lado de la cual aguarda lo ignoto. Podría atribuirse a esta estructura una forma de bengala: lineal y comedida, hasta el extremo, donde estalla.

Formalmente es destacable la luminosidad blanquecina y la tonalidad pastel características del conjunto de la obra, que distraen de la oscuridad de lo horrendo que subyace; la sencillez en la composición de los planos y la limitación de los movimientos de cámara que no intentan resaltar ningún aspecto estético o sentido ambiguo que, desde una mirada omnisciente, anticipara o señalara a lo invisible, resguardando la sorpresa hasta la ruptura con las normas de la comicidad; y la elegancia con que se trata la última escena, que no hace explícitas las imágenes de la violación, manteniendo al cuerpo tras los arbustos.

La selección visual no se muestra recatada, sin embargo, durante el corte de pelo: este plano es de una violencia extrema, imagen de la que acertadamente no decidió prescindirse ni mostrar a medias, dada su fuerza expresiva máxima y su alto simbolismo portador de un paralelismo bien significativo: el de una mujer y una muñeca, desde la deshumanización más humana, que hace de sus garras no la supervivencia sino el instrumento de recreo. Ojalá fueran lobos.



domingo, 11 de marzo de 2012

Cisne negro (Darren Aronofsky, 2010)

Entiendo que a muchos no haya gustado esta película. Es, justamente, de esas que encantan u horrorizan. A mí, en particular, me ha fascinado. Es tan intensa, hay tanto movimiento, tanta acción justificada, que es imposible el descanso. Si te metes, te atrapa. Por completo.

No, evidentemente no es cómodo ni agradable sumergirse en una mente esquizofrénica. Ése es el pacto: o entras o te quedas fuera. Si entras, desaparece lo horrendo. La enfermedad está perfectamente mostrada, tanto que podría considerarse globalmente la película como un esquema, un modelo o una explicación del funcionamiento de la psicosis, paranoide.

El desdoblamiento de la personalidad, una vez captado, resta maldad a la que parecía tremendamente malvada. Sigue siendo maligna, en el fondo, pero no tanto, no es su papel en la trama. Su papel es el de recipiente: el de soportar el reflejo, la propia proyección de la protagonista en otro cuerpo. Porque su subconsciente, aun fresco y descarado, no puede decirle las cosas a la cara, desnudas, directamente.

Tendrá que avanzar la gravedad de los ataques para que Natalie -no recuerdo el nombre del personaje- compruebe que es ella misma el motor de sus golpes... la mano que mece los instrumentos de tortura -en efecto, la cuna estuvo envenenada desde un principio. La autora de las heridas.

Si, como contenido principal, prevalece la lucha contra una misma, el desdoblamiento de la personalidad escenifica, en segundo plano y brevemente, el deseo homosexual. Reveladora la escena de cama de Natalie y de la mala no tan mala: en un fugaz lapsus, la cara de esta última se transforma en la de Natalie, y entonces sabemos que la salida nocturna acabó mucho antes: estamos ya en la ficción, en la alucinación psicótica. La mala no tan mala estaría en ese momento carne con carne con quién sabe quién.

El trasfondo, genial, consecuente: como marco de referencia, toda una vida crecida junto a una madre frustrada, que aprieta insistentemente las tuercas a su hija para ser en ésta lo que ella en su juventud no pudo ser: la estrella. Y encima, le cuenta -y nos proporciona además una sensación muy extraña: medio a modo víctima pero a la vez medio a modo dulce eres lo más importante te quiero mi vida ¡mi dulce niña!- que su retirada de los espectáculos y la liberación de sus pies de esas opresoras zapatillas fue a causa de su embarazo, o sea, por su culpa. Toma ya. Qué perla. La guinda indiscutible del pastel. Ahí ahí se entiende todo:

El ansia de perfección de la protagonista, la exigencia a sí misma, el "me levanto, desayuno el medio pomelo y el huevo duro que ya me tiene preparado mi madre -joder-, me voy a entrenar, vuelvo a casita, me acuesto enseguida y entra mamá a darle marcha a la cajita de música, a mí, su dulce niña... y se acabó el día". Qué horror: una marioneta; una hija sin ser, una hija en la que se reencarna una madre para volver al pasado, para volver atrás y volver a vivir en otra su vida que ya vivió: ¡qué egoísmo, ah!

Te pones a sacar y no paras. La película es compleja, pero más que compleja, completa, llena hasta arriba: tres focos de atención, tres puntos en los que parar, tres lunas absorbentes por las que iluminar: esquizofrenia, proyección materna y, por último, corrupción.

La corrupción, el asqueroso mundo que purga tras el telón, las polillas envidiosas perforadoras del personal artístico, doble faz del espectáculo... El dinero, el estatus, el prestigio y el cargo como puertas de entrada a la satisfacción de lo más sucio, a la obtención -¿chantaje, sumisión o arrebato?- de aquello que sólo es bonito si se da naturalmente.

Al ser el ritmo tan rápido, y los contrastes tan bruscos pero a la vez continuos, marcando una misma línea a base de palos, te acabas adaptando a ese nivel de tensión y te es imposible salir de los ojos de la protagonista; una sola focalización, de tal forma que, al final, no sabes ni siquiera si los malos eran o no eran malos, o al menos qué papel venían a cumplir. Imposible verlos desde afuera. Estás inserto, completamente, en la percepción de Natalie. En sus dudas: ni idea de si aquel chulo que te metía mano en los ensayos y que al final del estreno te acaricia la cara y te dice "mi dulce niña" -la madre hasta en la sopa- es un cabrón o una especie de príncipe salvador que... ¿Intentaba sacar lo peor de ti por tu bien? Menudo plan estratégico. Ni idea.

La duda es la de ella y la de nosotros. La de una sensibilidad niña, frágil. Interrumpida, rota. La de una mente dividida en dos. La de dos yemas dentro de un mismo huevo luchando por exterminar una a la otra, por convertirse en carne cubierta de plumas, por obtener el papel de ave. ¿Negra? Y qué más da... si ella está en el fondo, por ahí abajo. Hasta que la rapen.

La estatuilla, Portman, se la merece.